Angélica Liddell/Atra Bilis: Liebestod - El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte

Angélica Liddell/Atra Bilis: Liebestod - El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte

Si la vida es la tensa y constante fricción entre eros y tánatos, el teatro de Angélica Liddell, y más que ninguna otra obra, Liebestod, es un poema escénico consagrado a amar la muerte, espiral irresoluble.

Sinopsis

Normal que la creadora cayera rendida ante la figura de Juan Belmonte (1892-1962), el hombre que toreaba como era y era como toreaba. Como Angélica, Belmonte no sabía vivir fuera de su escenario y su clarividente existencia sólo tenía sentido en la plaza. El toreo es la danza entre el amor y la muerte por antonomasia. La metáfora que alberga es perfecta para expresar lo que Liddell pretende, porque toma del sevillano, tartamudo y suicida, conocido en su tiempo como Pasmo de Triana, su sentido espiritual. Ella dice: “el teatro, desprovisto de Dios, de inspiración, de rito, no vale nada. El teatro, como el toreo para el matador, se erige en un ejercicio espiritual donde es preciso incluso olvidarse de tener cuerpo”. He ahí la renuncia terrenal que está también en Tristán e Isolda, de Wagner, la música que mejor acompaña este baile eterno entre amor y muerte. Porque de eternidad se trata, del tiempo anacrónico del arte.

Esta obra se llama Liebestod -literalmente muerte de amor, o amor hasta la muerte-, precisamente por el célebre final de la ópera wagneriana. Y esta obra existe porque otro apasionado puso el soporte necesario. Hablamos de Milo Rau, que invitó a Liddell a hacerse cargo del tercer episodio de Historias del Teatro, un proyecto auspiciado por el Netherland Theater de Gante, el NTGent, que dirige desde 2018, para que una artista aborde un nuevo montaje en diálogo con su propia historia. El estreno de Liebestod tuvo lugar en el verano de 2021 en el Festival de Avignon y cabría aquí una retahíla de símiles taurinos para describir un nuevo éxito de Liddell en la meca del teatro europeo, pero nos lo vamos a ahorrar. Es bien conocido el fervor con que se recibe a la artista en Francia. Dos años después de aquel estreno, aterriza de nuevo en Madrid y de nuevo de la mano del Festival de Otoño, que mantiene un compromiso inquebrantable con la muestra de sus creaciones desde aquel punto de inflexión que supuso La casa de la fuerza en 2009, una obra que tras su posterior paso precisamente por Avignon abrió las puertas a la creadora de los grandes teatros europeos. Liebestod agotó entradas y cosechó encendidas ovaciones en sus ocho representaciones en el Teatro del Odeón de París en otoño de 2022 y ha pasado desde su estreno por la Schaubühne de Berlín, Bruselas, Praga, Lausanne, Barcelona o el emblemático Dramaten de Estocolmo, además de ser nominada a mejor espectáculo en Italia en 2022.

Glosar una obra de Angélica Liddell es un empeño estéril condenado a una existencia parasitaria y nunca nadie mejora lo que ella misma dice de lo que hace: “Mis obras siempre están hechas en un cruce de caminos, allí donde uno se encuentra con los fantasmas de los ahorcados y los desertores de la ley, en fin, con la fuerza del inconsciente. Belmonte y Wagner se cruzan para hablar de una historia del teatro que es la historia de mis raíces y la historia de mis abismos. Se cruzan para darle voz a mi oscuridad y al origen de mis obras. El cielo cae a la tierra y el infierno sube al trono de Dios. No estoy tan preocupada por lo que se pueda entender, sino por lo incomprensible, por el asombro, por la Epifanía ante lo inexplicable. No me interesa la reproducción de la realidad sino de lo real, es decir, lo invisible. Lo explica el propio título, parafraseando a Francis Bacon: el olor a sangre no se me quita de los ojos”.

Cabe desterrar lo anecdótico para acercarse como espectador a una obra de Liddell, porque sigue siendo de las pocas artistas en el mundo que crea contra su presente y busca la transfiguración en el escenario, cosa que está muy lejos del trámite de cumplir con el elitismo cultural de una capital europea. La pasión y la espiritualidad que ella propone, que siempre persigue dibujar el rostro de Dios y como Sísifo fracasa y vuelve a empezar, requiere entregarse como ella se entrega. Pero, ¿es eso posible? Si digo que es como el sexo violento, se encienden todas las alarmas, pero conviene no olvidar que lo que ocurre en un escenario teatral es sagrado y real y apela al espíritu de lo sublime, sin por ello darle la carta de veracidad allende los muros del edificio. El escenario es terreno de amor, pensamiento y deleite y solo la inteligencia puede discriminar el peligro real de la violencia poética y dar paso a una emoción que, bajando a los infiernos, conquista el cielo.

Duración:
Idioma:
Castellano
Sinopsis

Normal que la creadora cayera rendida ante la figura de Juan Belmonte (1892-1962), el hombre que toreaba como era y era como toreaba. Como Angélica, Belmonte no sabía vivir fuera de su escenario y su clarividente existencia sólo tenía sentido en la plaza. El toreo es la danza entre el amor y la muerte por antonomasia. La metáfora que alberga es perfecta para expresar lo que Liddell pretende, porque toma del sevillano, tartamudo y suicida, conocido en su tiempo como Pasmo de Triana, su sentido espiritual. Ella dice: “el teatro, desprovisto de Dios, de inspiración, de rito, no vale nada. El teatro, como el toreo para el matador, se erige en un ejercicio espiritual donde es preciso incluso olvidarse de tener cuerpo”. He ahí la renuncia terrenal que está también en Tristán e Isolda, de Wagner, la música que mejor acompaña este baile eterno entre amor y muerte. Porque de eternidad se trata, del tiempo anacrónico del arte.

Esta obra se llama Liebestod -literalmente muerte de amor, o amor hasta la muerte-, precisamente por el célebre final de la ópera wagneriana. Y esta obra existe porque otro apasionado puso el soporte necesario. Hablamos de Milo Rau, que invitó a Liddell a hacerse cargo del tercer episodio de Historias del Teatro, un proyecto auspiciado por el Netherland Theater de Gante, el NTGent, que dirige desde 2018, para que una artista aborde un nuevo montaje en diálogo con su propia historia. El estreno de Liebestod tuvo lugar en el verano de 2021 en el Festival de Avignon y cabría aquí una retahíla de símiles taurinos para describir un nuevo éxito de Liddell en la meca del teatro europeo, pero nos lo vamos a ahorrar. Es bien conocido el fervor con que se recibe a la artista en Francia. Dos años después de aquel estreno, aterriza de nuevo en Madrid y de nuevo de la mano del Festival de Otoño, que mantiene un compromiso inquebrantable con la muestra de sus creaciones desde aquel punto de inflexión que supuso La casa de la fuerza en 2009, una obra que tras su posterior paso precisamente por Avignon abrió las puertas a la creadora de los grandes teatros europeos. Liebestod agotó entradas y cosechó encendidas ovaciones en sus ocho representaciones en el Teatro del Odeón de París en otoño de 2022 y ha pasado desde su estreno por la Schaubühne de Berlín, Bruselas, Praga, Lausanne, Barcelona o el emblemático Dramaten de Estocolmo, además de ser nominada a mejor espectáculo en Italia en 2022.

Glosar una obra de Angélica Liddell es un empeño estéril condenado a una existencia parasitaria y nunca nadie mejora lo que ella misma dice de lo que hace: “Mis obras siempre están hechas en un cruce de caminos, allí donde uno se encuentra con los fantasmas de los ahorcados y los desertores de la ley, en fin, con la fuerza del inconsciente. Belmonte y Wagner se cruzan para hablar de una historia del teatro que es la historia de mis raíces y la historia de mis abismos. Se cruzan para darle voz a mi oscuridad y al origen de mis obras. El cielo cae a la tierra y el infierno sube al trono de Dios. No estoy tan preocupada por lo que se pueda entender, sino por lo incomprensible, por el asombro, por la Epifanía ante lo inexplicable. No me interesa la reproducción de la realidad sino de lo real, es decir, lo invisible. Lo explica el propio título, parafraseando a Francis Bacon: el olor a sangre no se me quita de los ojos”.

Cabe desterrar lo anecdótico para acercarse como espectador a una obra de Liddell, porque sigue siendo de las pocas artistas en el mundo que crea contra su presente y busca la transfiguración en el escenario, cosa que está muy lejos del trámite de cumplir con el elitismo cultural de una capital europea. La pasión y la espiritualidad que ella propone, que siempre persigue dibujar el rostro de Dios y como Sísifo fracasa y vuelve a empezar, requiere entregarse como ella se entrega. Pero, ¿es eso posible? Si digo que es como el sexo violento, se encienden todas las alarmas, pero conviene no olvidar que lo que ocurre en un escenario teatral es sagrado y real y apela al espíritu de lo sublime, sin por ello darle la carta de veracidad allende los muros del edificio. El escenario es terreno de amor, pensamiento y deleite y solo la inteligencia puede discriminar el peligro real de la violencia poética y dar paso a una emoción que, bajando a los infiernos, conquista el cielo.

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