No es fácil retratar la vida de cuatro amigos que se conocen desde pequeños y se enfrentan a un cambio tan grande como llegar a la capital y vivir juntos. No es fácil conseguir que lo que pasa en el piso de cuatro veinteañeros sea interesante, porque en la realidad no siempre lo es. Pero me gusta tanto observarlos que me quedaría mucho rato más escuchándolos, como quien espía la conversación de unos vecinos, el chat de WhatsApp del de al lado en el metro o lo que habla la mesa de al lado en un bar. Porque eso es la vida misma: los pequeños detalles cotidianos y reconocibles, los permanentes «no sé, yo qué sé» que acaban todas nuestras frases cuando contamos alguna preocupación.
Donde mueren las palabras tiene una frescura y una naturalidad que no me esperaba, aunque quizás peque por momentos de decirlo todo demasiado claro, habla de todas las cosas que hablan los jóvenes de cualquier época, retrata muy bien lo poco que nos escuchamos y lo mucho que nos cuesta expresarnos, y sobre todo es muy graciosa. Hace reír mucho y bien. Emociona en los abrazos, en las confesiones, en las miradas, en las frustraciones y en los gritos de entusiasmo que todos hemos vivido. Podrían ser nuestros amigos y por eso queremos quedarnos más rato. Queremos la serie. Queremos la precuela, la secuela, yo qué sé.
Engancha sobre todo porque Ángel Caballero, Iván Montes, Alejandro Vergara y Dani Arias están espectaculares, destacando este último -opino personalmente- con un personaje poco representado en este tipo de ficciones generacionales. Despista, eso sí, el cambio de tono hacia el final, sin spoilers, pero las historias basadas en hechos reales tienen eso: que la realidad algunas veces no es como queremos que sea.