Les voy a contar un sueño, el sueño que viví ayer por la tarde. El sueño es un cuento, un cuento en el que hay amor, hay magia y hay belleza, sobre todo hay belleza. Pero es un sueño en el que no hay palabras, nadie habla, nadie dice nada: todo lo comunica el gesto, el movimiento, el cuerpo, y la música. Una música hermosa, familiar, una melodía que ha estado formando parte de nuestra vida desde siempre. Todo empieza de una manera muy tradicional, así que estamos en un país lejano, en un tiempo también lejano, en un palacio donde un rey y una reina dan una fiesta en honor a un príncipe, una fiesta a la que acude toda la corte y a la que llegan invitados de todas las partes del mundo. En la fiesta no falta el inevitable bufón, que bromea con todos, que salta, que hace malabarismos con el cuerpo, que se eleva y flota en el aire, que gira y gira y gira sobre sí mismo. Un bufón espectacular. El sueño se convierte por momentos en pesadilla: hay un ser maligno que atrapa a mujeres hermosas y las transforma en aves que solo de noche pueden recuperar su forma humana. El príncipe, que ha salido a cazar, se encuentra con esas hermosas y mágicas aves que agitan sus alas, que giran por el espacio, que se posan en el suelo, que levantan el vuelo y flotan en el aire; a veces se mueven solas, a veces en parejas, a veces en grupo; pero en el sueño ocurre un momento inigualable cuando cuatro de esas mujeres-ave danzan juntas con las manos entrelazadas. Entre esas mágicas aves el príncipe encuentra también a la reina, el más bello cisne blanco que jamás haya existido, sublime en sus delicados movimientos, siempre etérea, cuyo cuerpo parece elevarse en el aire sin peso. Como es natural, pues estamos en un cuento, el príncipe se enamora de manera inmediata de la mujer-cisne (yo también lo hice en ese momento del sueño) y le promete librarle del hechizo mediante un juramento de amor eterno que le hará al día siguiente en la fiesta de palacio. En el cuento no puede faltar también el suspense final, con el engaño y la mentira, de manera que en la fiesta aparece de nuevo el mago malvado y trata de engañar al príncipe con otro cisne, negro pero igual de hermoso, igual de elegante, igual de etéreo, igual de grácil, con el que el príncipe danza un inolvidable pas-de-deux. Al final, el sueño acaba bien, como no podía ser de otra manera. Si no no sería un cuento tradicional.
Pero este sueño ha sido posible porque se han conjurado muchos elementos: que allá por 1875, alguien llamado Piotr Ilich Chaikovski , escribiese una obra por encargo del Teatro Bolshói de Moscú, titulada El lago de los cisnes, que se estrenó en 1877; que ahora, casi 150 años más tarde, el Ballet Clásico de Cuba dirigido por Laura Alonso, que fue durante 25 años solista del Ballet Nacional cubano, haya traído a Madrid la versión de la obra realizada por su madre, Alicia Alonso, uno de los grandes mitos mundiales del ballet; y que nada menos que 32 bailarines, entre los que destacan Patricia Hernández, Abraham Quiñones, Alejandra de Jesús o Alex Samuel Pozo, hayan conjuntado su talento, su esfuerzo, su capacidad y su arte para crear esta creación mágica.
El sueño, dice el reloj, dura dos horas, pero es mentira: el tiempo queda detenido, igual que se detienen en el aire los cuerpos de los prodigiosos bailarines que se estremecen y giran y se elevan y flotan. Compruébenlo. Si quieren vivir un sueño también, acudan a ver el espectáculo.