Si a alguien le hacen falta razones para ir al teatro, «Iván y los perros» es en sí misma una razón. Porque es un recital absolutamente apabullante de su centro, su eje, su (única) razón; Nacho Sánchez.
Cierto, el texto de Hattie Naylor es regulero. La aventura de Iván, abandonado en medio de la ciudad, sobreviviendo entre perros y sin caer, como por arte de magia ni en abusos, ni en peleas, ni en todo tipo de sordideces perfectamente creíbles en un Moscú post soviético es cuanto menos, increíble. Aunque también resultaba increíble el engaño de «M.Butterfly». Pero en este caso encima es que está tan edulcorado que casi dan ganas de lanzarse a las manadas de perros que gobiernan por ejemplo, Atenas.
Historia blandita, con una poética que sólo consigue alejar la historia de ti, muy bien iluminada y con un gran espacio sonoro.
Pero por encima de todo, Nacho Sánchez y su mirada. Nacho es de esos seres especiales, únicos. Mira y se nota que ve. Esa mirada está rellena. Y su cuerpo se ablanda, rejuvenece, se tensa, sufre, salta, gira, se encorva, se retuerce, hace mil millones de alardes físicos para demostrar que cuerpo y mente a veces, van y deben ir unidos. Portentoso trabajazo. Razón más que suficiente para ir a ver esta historia que si tiene fuerza (y la tiene) es por el magnetismo y la implicación de este gran actor. Ya ha hecho grandes cosas, pero le espera el universo. Si no, al tiempo.