La premisa de La señora parece sencilla: dos aspirantes a directores e hijos de una actriz, censurada en los años 70, deciden devolverle la gloria que merece y que nunca pudo alcanzar llevándola de nuevo a los escenarios mediante la adaptación contemporánea de la obra que, entonces, no pudo interpretar: Las Criadas, de Jean Genet.
Es importante remarcar la idea de que la premisa parece sencilla. Porque sí, lo parece, pero no lo es: ni los hijos pretenden devolverle la gloria mediante una adaptación al uso de aquella obra, ni la madre está dispuesta a regresar a cualquier precio. Y ahí, justo ahí, en este planteamiento, es donde el texto de La señora hace que esta sea una apuesta extremadamente contemporánea, nada convencional, llamativa y rompedora.
Jean Genet buscaba la sordidez, también la belleza. Y en La Señora, Pablo Quijano, su director, le da una vuelta de tuerca a todo y sitúa el foco en el punto de vista de unos hijos que, más que admirar el talento de su madre, lo utilizan para alcanzar sus propias metas, sus propios objetivos, no siempre lícitos o éticos.
La señora habla de todo aquello que pudo ser y no fue, de la censura y sus efectos políticos, sociales y hasta psicológicos, de los sueños truncados. Pero, además, bucea en la parte oscura que hay en cada uno de nosotros, se sumerge de lleno en la sordidez, la manipulación y pone la lupa en el ansia de poder, ese veneno que puede llegar a corromper.
Y para conseguir el efecto deseado, La señora cuenta con una baza única: el elenco, encabezado por Bibiana Fernández, que parece abrirse en canal para transmitir y representar del mejor modo lo que suponer vivir y convivir con la frustración. Pero, por encima de ella, la interpretación de los dos hijos de esta señora nada habitual que le dan todo el sentido a la obra.
La señora es, sin duda, una apuesta original y única, que consigue su objetivo: que ningún espectador salga indiferente del patio de butacas.