Hacía tiempo que una piscina no me calaba tan hondo. Gota a gota, palabra a palabra, Secun de la Rosa consigue sumergirnos en la historia de Sebas, un joven que vivió en la Barcelona de los 70, hasta desbordarnos de emoción. Lo hace solo, con la única compañía de unos trastos viejos y una memoria llena de recuerdos. Vivencias de las que nos hace cómplices y que describe con tanto detalle que pasan de lo etéreo a lo físico; que visualizas, oyes e incluso hueles, con solo escuchar su voz.
Las piscinas de la Barceloneta narra una vida que no fue fácil. La de un chico que tuvo que huir de su barrio para reconocerse a través del reflejo de la famosa “piscina de sal”. Una piscina hecha metáfora que le dio los mejores (y peores) momentos de su vida. Y así lo demuestra en su monólogo, con un vaivén de anécdotas graciosas y miradas perdidas que le acaban configurando como personaje (y como persona). Porque detrás de cada actor, como dice en una parte de la obra, hay más verdad de la que parece. Y sus lágrimas, durante los aplausos del final, lo dijeron todo.