LOS CAMINOS DE FEDERICO
Ya cuando atraviesas La Puerta Estrecha, te da la sensación de que estás viajando en el tiempo. Solo unos metros te separan de la Calle Amparo, pero parece que hubieras viajado un siglo hacia atrás en el pasado.
Con esta encantadora sensación dio comienzo «Los caminos de Federico».
Lo primero que recibes de esta producción argentina es una imagen onírica. Una Flor Saraví, entregada en cuerpo y alma, descansa sentada en un escritorio (del que luego hablaré) con los pies y la larga falda dentro de un cajón. Parecería que el mismo Federico García Lorca se hubiera dejado abierto su cajón de las obras acabadas y hubieran salido sus efluvios como un humo blanco que, jugueteando con el aire, se hubieran materializado en una mujer que se entretiene con un nosequé y sonríe de vez en cuando al público que se sienta en sus butacas.
Preciosa imagen de bienvenida.
A partir de ese momento el espectador escuchará (y verá) una serie de monólogos y poemas de Federico García Lorca magníficamente interpretados por Flor; por poner una pega, quizá el marcado acento de la actriz no me dejó sumergirme en todo lo que de andaluz tiene la obra de Lorca, pero por lo demás esta obra es una lección de emoción contenida o desatada, según el monólogo más que recomendable.
Es especialmente bonito e ilustrativo el uso que hace Samuel Blanco, su director, de ese escritorio omnipresente lleno de accesorios y complementos trabajados que recrean conceptualmente los diferentes decorados de los monólogos trabajados.
Todos estos elementos combinados y al ritmo de un gong que marca los diferentes bloques en que ha tenido a bien el director dividir el espectáculo, con dramaturgia de Lluis Pasqual, que junto a unas luces modestas pero brutalmente eficaces (y eficientes) hacen de «Los caminos de Federico» un espectáculo que conmueve al corazón y mueve a la revisión de la obra del homenajeado.