Qué difícil es hacer un Valle-Inclán. Qué difícil es configurar un universo que camine en esa cuerda floja que es el esperpento. Qué difícil es mostrar un texto tan literario sobre las tablas. Qué valiente, por tanto, es lanzarse a ello.
Esta temporada teatral nos trae pocos textos originales, de dramaturgia viva, y eso resulta poco alentador. Sin embargo, en esta vuelta teatral al pasado, elegir qué textos desempolvamos es también un posicionamiento. Y optar por Luces de Bohemia propone un posicionamiento muy claro: es tomar una obra compleja, difícil, durísima. Es hablar de nuestras miserias. Denunciarlas sin pelos en la lengua, aunque con belleza. Y es hacerlo ahora, hoy, en un momento convulso socialmente, en el que se nos despedazan las ideas y se nos cortan las alas por culpa de la censura. Un momento en que el miedo (para crear y para vivir) acecha y la precariedad sigue engulléndolo todo. Que Eduardo Vasco decida montar Luces de Bohemia justo ahora supone gritarle al mundo que necesitamos salir de la oscuridad.
Ver a veinticinco actores en escena (y en un teatro público) es una delicia. Tantos cuerpos, tantas voces, tantos acentos, tanta diversión. Porque si algo está claro es que los actores se divierten en escena. A pesar de las miserias en las que viven sus personajes. Se divierten. Y deleitan al público haciendo fácil un texto complejo.
El elenco trabaja como un engranaje: sus movimientos, sus voces, sus cánticos generan un espacio tan onírico como miserablemente humano. La coreografía que realizan es limpia, precisa, perfecta; y, sin embargo, configura un universo de suciedad, de hambre, de pobreza, de desamparo. Solo en algunos casos ese universo tan complejo se agrieta un poco: es complicado mantener a tantos actores en el mismo código interpretativo, pero cada vez que asoma la caricatura o que aparece el naturalismo, la escena queda quebrada. El esperpento (se interprete como se interprete eso) desaparece.
Ginés García Millán, con una precisión textual absoluta, se sumerge en un Max Estrella ciego, desnutrido, alcohólico e increíblemente lúcido. El Latino de Hispalis de Antonio Molero es divertido, ruin, pícaro y sabio. Algunos de los trabajos más destacables son los de Mariano Llorente (qué Ministro tan bien hecho), Pablo Gómez Pando (ese Dorio de Gádex es una delicia), José Luis Alcobendas (cuánta integridad en su Preso), María Isasi (esa Pisabién tan entrañable), Ernesto Arias (un Rubén Darío tan exquisito) o César Camino (olé ese Borracho). Y qué maravilla es ver a los poetas juntos (Mario Portillo, Luis Espacio, José Ramón Arredondo): qué soplo de aire fresco cada vez que aparecen.
La iluminación de Miguel Ángel Camacho es un hallazgo maravilloso, y es especialmente bello el uso del telón que hace la escenógrafa Carolina González: cómo algo tan sencillo puede contar tanto.
Eduardo Vasco ha reunido a un equipo de profesionales con muchas tablas. Que saben lo que hacen. Que respetan profundamente el teatro. Que hacen fácil lo difícil. Que iluminan, como Valle-Inclán hizo con su obra, en medio de la oscuridad.