Salomé aparece mencionada en el Nuevo Testamento como la hija de Herodías, y se la relaciona con la decapitación de Juan el Bautista. En aquel texto no tiene ni nombre. No sería hasta unos estudios posteriores que se recuperaría su identidad y saldrían detalles de su vida. Es a partir de aquí que centenares de artistas se sienten atraídos por su historia y la acaban convirtiendo en una leyenda, e incluso en símbolo de la mujer liberada que expresa su deseo sin ambigüedades. En este sentido, no se tiene que olvidar la obra teatral de Òscar Wilde, la ópera de Richard Strauss, las pinturas de Tiziano y Caravaggio, e incluso algunas películas del antiguo Hollywood, donde la princesa llegaría a tener los rostros de Theda Bara o Rita Hayworth.
Con todo este bagaje, la actriz y directora Magüi Mira ha construido un texto que coge un poco de aquí y de allá. Un texto que quiere parecer contemporáneo, a ratos, y que no acaba de encontrar el tono adecuado. Posiblemente la mezcla de géneros –drama épico, comedia cotidiana, musical ocasional- no ayuda a encajar todas las piezas, y tampoco creo que ayude demasiado a los actores. Tenemos a una Belén Rueda que flirtea con la tragedia, bastante bien acompañada en el tono por Sergio Mur. Pero justo delante tienen a Luisa Martín y Juan Fernández, que se ven obligados a transitar por la difícil cuerda floja de la parodia, y a un Pablo Puyol que no puede construir del todo su personaje por culpa de unas interrupciones musicales que distraen y aportan poco.
La estética de la pieza, que mezcla épocas y referencias orientales muy diversas, resulta bastante atractiva. El vestuario de Helena Sanchis incluye referencias a los sumerios, al último Sha de Persia, a los derviches turcos o incluso a los jeques del Próximo Oriente, con unos soldados ataviados con pañuelo en la cabeza y gafas de sol. Una mezcla interesante que sirve como envoltorio a medida para una obra que fluctúa también por muchos (demasiados) estilos diferentes.