En ocasiones, un personaje se convierte en mito y su nombre se aloja en la realidad cotidiana. En España sabemos mucho de esto: tenemos celestinas , quijotes, donjuanes… El diccionario de la RAE recoge igualmente el término “tartufo” con el significado de “hombre hipócrita y falso.” En italiano, “tartufo” significa trufa, hongo informe de intenso perfume. Es curioso que Molière, en la obra del mismo nombre, bautice a sus personajes al itálico modo, tal vez para burlar a una censura que no le perdía de vista, o quizás para que el ejercicio de suspensión de la incredulidad fuera más sencillo aumentando las distancias espaciales.
No se ha de olvidar la época en la que nuestro autor desenfunda la pluma. Mientras al sur de los Pirineos florecía un coruscante siglo de oro, en Francia Jean-Baptiste Poquelin optaba por la creación de tipos universales con un claro afán de crítica didáctica, con un idealismo bienintencionado de humor a veces cruel.
En esta versión de Pedro Víllora se nos presenta un Tartufo actualizado con guiños a realidades presentes, con rastas de estética okupa y sinuosidades de Rasputín cortesano. No chirrían los sustanciales cambios en el argumento y es encomiable el valor demostrado al tocar y remodelar la acción y los planteamientos de un clásico tan pétreo como éste. Y es que cada época tiene su Tatufo, siempre el mismo pero con diferente disfraz. Olvídense de versiones anteriores porque aquí van a conocer al personaje más clásico engalanado de siglo XXI. El vestuario es exquisito, elegantemente atemporal, de tonalidades semánticas y muy eficaz en la agrupación de personajes. La luz y los espacios sonoros son manejados con discreción y buen gusto, con un adecuado aggiornamento de los elementos gráficos de decoración a través de medios informáticos… Continuar leyendo en Tragycom