Mario Gas vuelve a recurrir a un personaje histórico representado por Josep Maria Pou para poner en escena reflexiones filosóficas tan arraigadas y universales que a pesar de su remoto origen siguen llenas de significado y utilidad en la actualidad. Ya lo hizo con Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano y ahora lo hace con la figura de Cicerón, el orador romano reconocido por la defensa de los valores de la República y ferviente detractor de Julio César.
La propuesta juega con una doble capa narrativa, combinando la narración de la historia de Cicerón a través de unos personajes que lo investigan en la actualidad con la representación más mimética de los personajes históricos. La parte narrativa es la que mayor peso tiene, cosa que permite un mayor margen para comentar los valores representados. Porque tal y como dice el texto de Ernesto Caballero, “existen millones de interpretaciones de Cicerón a lo largo de la historia, todas ellas útiles”.
De este modo, se ponen sobre el escenario cuestiones políticas de candente actualidad, como la prevalencia de la ley por encima de la voluntad humana, el triunfo del espectáculo por encima de las ideas, la convivencia basada en el entendimiento de las personas o el poder de la elocuencia como arma poderosa para “expandir el espíritu en un mundo donde sólo se quieren expandir fronteras”.
El contenido de la obra es sin duda estimulante, sin embargo, la forma acaba siendo un tanto pesada o espesa de digerir. El público puede verse un tanto saturado por una serie de datos o ideas que se lanzan en cadena y directas a la cabeza, sin pasar por la emoción. Aunque existen momentos de descanso como la escena onírica solucionada con proyecciones sobre la escenografía, en general se trata de una experiencia teatral excesivamente cerebral que le cuesta conectar con las emociones de los espectadores.