Hay en Jérôme Bel (París, 1965) una preocupación que ha estado presente a lo largo de toda su carrera como coreógrafo, que abarca poco más de lo que va de siglo. La democratización del escenario ha sido y sigue siendo una práctica constante, que le ha alejado de las grandes estrellas pero también, poco a poco, del bailarín profesional común. Si la danza es inherente al hombre desde los tiempos ancestrales, si bailar y ver bailar supone un placer (aún inexplicable) propio de los humanos, entonces el derecho a danzar sobre un escenario lo tenemos todos. No existe en su universo el cuerpo viable, la perfección técnica ni la pirueta de infarto. La suya, desde hace mucho tiempo, es una danza hecha por gente que baila. Gala, exitosa pieza que viene presentando desde 2015, lejos de ser excepción, es ejemplar de esta filosofía.
En cada lugar donde se presenta se escoge un variopinto y heterogéneo grupo de ciudadanos sin experiencia escénica previa que, tras un entrenamiento que no requiere técnica ni estudios previos, va a reclamar su derecho como ser humano de bailar para ser visto. Mujeres y hombres, negros y blancos, obesos y delgados, discapacitados y capacitados, torpes y listos, pobres y ricos, bellos y feos, jóvenes, niños, mayores… gente, simplemente gente. Esos son los protagonistas de esta propuesta que se representa, irónicamente, como si fuera una gala, la más glamurosa forma y fórmula de la representación escénica.
Al inicio de Gala, Bel nos presenta una serie larga de diapositivas que nos muestran escenarios vacíos. Desde abigarrados escenarios de grandes casas de ópera a sencillos tablaos de teatros de barrio. La insistencia en presentarlos vacíos nos empuja de forma automática a lo que quiere, que es que nos hagamos la gran pregunta. ¿Quién puede habitarlos? ¿Quién tiene permiso para acceder y quién no? ¿Qué significa la representación escénica? ¿Qué es lo distintivo que tiene un artista: la técnica, la belleza, el peso, el color?…
Toda esta investigación tuvo su punto de arranque en 2001 cuando estrenó The Show Must Go On, que sorprendió y deleitó a las audiencias con su espontaneidad y al mismo tiempo, calculada sencillez. Bel ponía en valor el potencial de lo popular y, como Isadora, parecía querer volver a los orígenes, a ese momento en que la danza era espontánea, salía del cuerpo y no se había sofisticado, cuando no existía la técnica ni el rigor escénico. Quería regresarnos a ese momento en el que solo había disfrute. Del que baila, por supuesto, pero también del que se queda quieto a ver bailar. Desde entonces y hasta ahora, explorando diversos caminos y probando diversas maneras, la obra de Jérôme Bel ha permanecido preocupada siempre por una idea fija: la democratización del escenario.