El escenario vacío ya indica que la presencia de Rubén de Eguía va a tener que nutrir nuestra atención durante 75 minutos. Se necesita una templanza extraordinaria para comenzar un texto tan dramático a escasos metros de los espectadores sin que le tiemble el pulso al actor, totalmente mimetizado con Patroclo, nuestro protagonista.
La dirección de Xavier Albertí nos entrega a un actor con una forma helénica, parco en movimiento para acentuar solo determinados momentos. Sin embargo, la emoción que embarga al protagonista ya desde el minuto 1 es como un volcán a punto de estallar. De esta forma, el público navega en las emociones de Patroclo mientras Rubén de Eguía lidera sabiamente el timón. Y, de esta forma, los ojos del público actúan como los de una polilla que no puede dejar de sentirse atraída por la luz, la historia nos atrapa irremediablemente.
Alberto Conejero mezcla, reitera y crea con maestría retazos de historias que «no solo hablan de la guerra de Troya, porque Troya sigue ardiendo». O la guerra de Gaza. O la de Ucrania. O (añada el lector el conflicto bélico oportuno actual que le plazca). Porque hay egos que siguen persiguiendo honor, fama o gloria, aunque eso suponga una masacre humana que tiene nombre y apellidos de forma individual.
Esta tríada ha puesto en escena una obra que estremece, conmueve, inquieta. Y es lo que la hace muy necesaria.