Henrik Ibsen fue uno de los dramaturgos más influyentes de la historia, porque instauró un realismo, a finales del siglo XIX, que dio la vuelta completamente a las reglas del teatro del momento. Huyendo de la distracción, de los cuentos o de la fantasía, introdujo al espectador en medio de escenas cotidianas de gente corriente, allí donde se guardan los grandes secretos. Y desde ahí lo acababa cuestionando todo. Sus diálogos, vigentes todavía, son desgarradores y se tiene un cuidado meticuloso de cada detalle.
Àlex Rigola juega con el carácter del texto de una de las obras más célebres del director, poeta y dramaturgo noruego, Hedda Gabler, para ofrecer una adaptación libre que desnuda y pone en el escaparate el carácter complejo de una mujer indescifrable , sus conflictos personales, emocionales, éticos. El resultado adquiere la forma casi de un ejercicio teatral, por las características de la dramatización y la interacción entre los personajes, sin desmerecer la experiencia en absoluto. Se convierte en un privilegio para el espectador compartir el insólito espacio escénico con los protagonistas. Y completa la fortuna de cualquier amante del teatro ser recibido por el mismo director, recibir de él cuatro consignas necesarias antes de ocupar el espacio y tenerlo cerca, durante el espectáculo, tomando notas. La representación está viva, y, como él mismo manifiesta, se modifica ligeramente de función, atendiendo a las vibraciones que capta en escena, en el momento de los actores y actrices, en el feedback de algún momento inesperado, ligeramente improvisado.
Una caja de madera hace de platea y de escenario (en palabras del director), y el reducido público que accede a ella parece tener un rol en la escena. Los personajes le saludan, le explican de dónde sale y cómo es cada personaje que inicia intervención, le interpelan con la mirada, con el gesto, con la pistola, cierran un estornudo con un “¡Salud!” o llegan a llevar agua a quien le coge un ataque de tos.
Complejo en el fondo, extremadamente sencillo y delicado en la forma. Cercano, tanto que no te puedes escapar (guardas silencio y ni te mueves casi por no ser descubierto por los personajes), y, al mismo tiempo, distante: la postura de los personajes, siempre apoyados, sentados, el tono bajo, extremadamente bajo, y escaso movimiento en escena… Fantástico y, al mismo tiempo, algo desconcertante, todo.
La compañía Heartbreak Hotel, con su énfasis en el estudio de la interpretación a partir del núcleo del personaje, en busca de la verdad escénica, ofrece un trabajo a dos niveles demasiado distantes: Nausicaa Bonnín, espectacular, en esencia enigmática, Pol López y Marc Rodríguez se sitúan un escalón por encima de Joan Solé, que no consigue llevarte hacia su personaje, y Miranda Gas, más débil que el rol que interpreta (incluso en el tono de voz).