Decía Borges que un libro clásico es aquel «que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». La versión que ha hecho Fernanda Orazi del clásico de Sófocles es un modelo de lo que se puede (o debe) hacer con las grandes obras: sin dejar de mantener el fervor y lealtad hacia el texto original, lo que el espectador encuentra es un texto nuevo, hipnótico, que le sumerge en un mundo clásico de los mitos y leyendas griegos, pero que a la vez le mantiene pegado al mundo actual y a los eternos problemas del ser humano. Porque eso es lo que sostiene a las grandes obras de literatura: su capacidad de interpelar siempre al lector/espectador, sea cual sea la época de este, planteándole problemas, dudas, inquietudes y preguntas para las que la obra no ofrece nunca una solución unívoca.
Todos y cada uno de los actores que aparecen en escena son formidables: han sabido extraer nuevos registros a sus personajes encontrando para ellos voces únicas, que salen exclusivamente del modo de decir el texto. En Leticia Etala oímos a una Electra que, manteniendo el trágico papel que le ha reservado el destino, añora sentirse querida en ese palacio en el que se siente desplazada tras la muerte de su padre Agamenón. Carmen Angulo interpreta, entre otros, a una maravillosa manipuladora Clitemnestra, que es a su vez verdugo y víctima de su destino. Juan Paños nos presenta un Orestes contradictorio y frágil, a veces aniñado, a veces adulto, siempre dubitativo, al que no le cabe más papel que el de ejecutor del mandato del oráculo. Y Javier Ballesteros da vida (no es hipérbole) a un Pedagogo siempre fiel, siempre servicial, siempre irónico, siempre genial. Todos ellos son personajes trágicos, sí, pero también divertidos, llenos de humor, vivos.
Pero la obra no son solo esos personajes. La versión ha tenido el acierto de mantener el Coro: un conjunto de voces que, desde el patio de butacas y superponiendo sus discursos, aconseja, denuncia, recrimina, compadece o acompaña a Electra, que está en escena. Los discursos se superponen, hasta el punto que a veces parece que estuvieran las «quince muchachas micénicas» del texto original, efecto que se potencia especialmente por el espacio que configura el Corral de Comedias de Alcalá. Ese juego de superposición de voces también se da en ocasiones entre los actores que están en escena, pero, lejos de lo que cabría suponerse, no genera confusión en el espectador; al contrario, es un intensificador de la tensión dramática.
No hay separación entre patio de butacas y escenario: en la propuesta de la directora toda la sala se transforma en espacio único y los espectadores se convierten a la vez en personajes de esta magnífica producción. El escenario, completamente desnudo con la única excepción de unas ramas de laurel, se transforma constantemente gracias también a la magnífica iluminación de David Picazo y la música de Javier. La producción es de Pílades Teatro (compañía que toma su nombre, por cierto, de Pílades, el primo de Orestes y su casi hermano, que acabó casándose con Electra), de la que esperamos que pronto vuelva a sorprendernos y emocionarnos con espectáculos tan sugerentes como este, que nos hace transitar por caminos bien conocidos pero transformándolos en sendas nuevas.