Hay montajes de los que se ha dicho todo antes del estreno, que, conscientemente o no, prefiguran incluso la opinión que luego será expresada por el público: es el caso de Jerusalén, del que hemos leído, antes de verla, que sería una interpretación muy importante de Pere Arquillué, una historia con un impacto comparable al de Incendios … sea cual sea el resultado, estas cónicas anunciadas juegan a la contra porque, en cualquier caso, debilitan el factor sorpresa. Efectivamente, Arquillué es un Gallo extraordinario, vigoroso, ambiguo… pero ya lo sabíamos, ya la habíamos visto.
El Jerusalén de Manrique, sin embargo, es teatro que impregna, que no resbala porque se agarra a la piel a base de puesta en escena fonda, valiente porque no teme las pausas ni los silencios que se alargan y ponen al espectador contra las cuerdas, imaginativa porque es capaz de hacer visible el mito, el telúrico, lo que es desde siempre, y cuidada para que controla el ritmo narrativo (quizás la mayor virtud del director). No perfora, en cambio, impregna pero no perfora, se vierte en la podredumbre, pero no s’emmerda. Nos encontramos bien con el grupo lumpen que rodea el prtagonista, reímos con ellos, montan fiestas interminables, se drogan, beben mucho … pero no se nos transmite la autenticidad dimensión del desastre y de la miseria a que su condición social los ha empujado.
Marc Rodríguez siempre está bien o muy bien, pero como en el resto del reparto joven, le falta suciedad, de aquella que no se va, de la que se deja ver en la mirada, en la voz y en el modo de caminar.
Brillante la escenografía, con aquella caravana que parece ser allí desde antes que Stonehenge, y el vestuario afinadísimo que suma siempre.
Jerusalén hará temporada, y os animo a ir porque habla de todos nosotros sin rodeos, y de la miseria moral con que la mano de hierro del poder hace su con absoluta libertad.