La vitrina que enmarca el escenario de Conde Duque hace que te ubiques como espectador de una obra de arte. En ella, se despliegan unas figuras corporales que se asemejan a esculturas griegas, con fibras musculares que enmarcan unas sombras genuinas en los pliegues de la piel. A medida que suceden los minutos, el frenetismo nos muestra un símil de los «paños mojados» que hizo famoso a Fidias pero en cuerpos vivientes. Todo se despliega envolviendo tu atención a través de una serie de escenas muy bien calculadas para que el ritmo y tu mirada no se pierda.
El sutil vestuario y una inteligente composición lumínica hace que no distingamos el género de las figuras que, si bien sabemos que pertenecen al ser humano, tienen un aire divino. Retuercen sus cuerpos demostrando una flexibilidad que lleva al cuerpo a sus límites. Las coreografías no están milimetradas (o no lo aparentan) porque no buscan la perfección sino el sentimiento. Como un latido, los hematíes se congregan en las venas de esta historia.
Y así, sin mediar palabra, y sólo a través de esta poesía corporal, se suceden los diferentes ambientes ante tus ojos. Podría decir que vi una guerra que sucede más allá de nuestras fronteras, vi amor y vi erotismo. Vi colonialismo y naturaleza. Podría decir que vi cómo un humano se convertía en recolector, cómo la era digital distanció los cuerpos y provocó soledad, también ansiedad. Podría decir que experimenté el nacimiento en un útero humano grandioso, pleno. Sin embargo, tengo la convicción de que Kor’sia va más allá de lo explícito, porque trabaja en el mundo de los sueños y juega con la percepción de la mente de cada espectador.
Al igual que la vida de las mariposas, este vuelo tiene un posado breve de pocos días en el Conde Duque. No se lo pierdan y pónganse a volar.