En La Madre, todo está pensado, medido y escrito al milímetro. Ese es el gran triunfo de esta obra que engancha, remueve y hace pensar. ¿Se le puede pedir algo más? Tal vez no, pero sí que se puede disfrutar aún más si quien la interpreta es una de las grandes actrices de nuestro país: Aitana Sánchez Gijón. Ella es quien se hace cargo de todo el peso de esta historia que llega, incluso, a doler.
Inicialmente, es (o parece) una historia con ciertos toques de comedia negra, pero pronto descubres que es la oscuridad la que, poco a poco, lo invade todo.
La historia parece sencilla: Anne, la madre, ha construido su vida única y exclusivamente alrededor de su hijo, Nicolás. Cuando éste se va de casa, ella tiene que redescubrir no solo la relación con su marido, sino enfrentarse a la pérdida, casi a un duelo, a ese síndrome del nido vacío que la catapulta hacia el abismo de la salud mental, de la locura. Y ahí, en ese matiz, en esa caída hacia la oscuridad, es donde se centra el texto. Se narran las mismas situaciones, una y otra vez, pero desde distintos puntos de vista, como si todo ocurriese de manera diferente en función de quien cuente la historia. Esa mezcla, esa «casi locura» de la que se nutre La madre, es lo que la hace tan especial y única, como a su protagonista.
La escenografía es sencilla: un fondo blanco atravesado por una cicatriz, la metáfora perfecta de la vida de protagonista. Un fondo que se mueve ligeramente y que, poco a poco, va asfixiando a una madre que lucha por no caer del todo en la oscuridad más absoluta.
La madre es la opción perfecta para disfrutar del buen teatro y de una gran actriz.