Hacía tiempo que había leído el texto de Alberto Conejero y pude beber de cada palabra la esencia de su genialidad, el dolor de la injusticia, la reivindicación de una verdad oculta y, sobre todo, el amor hacía otro artista cuyos versos fueron heridos de muerte pero sobrevivieron. Creo que el fenómeno más notable alrededor de «La Piedra Oscura» no es el éxito de crítica y público sino el inmenso ejercicio de investigación de su autor al acercar la figura de Rafael Rodríguez Rapún al público y arrancarle un ápice de verdad, de sinceridad. Ni siquiera se trata ya de abrir tumbas sino de hacernos entender la estupidez de cualquier guerra. Por si todo esto fuera poco, resulta que se ha elegido a Pablo Messiez como director, todo un mago creador de sutiles atmósferas a la hora de encajar y envolver textos, actores y espacio. Sabe perfectamente cómo alimentarnos de teatro a través de un invisible cordón umbilical al que permanecemos unidos irremediablemente durante toda la obra. Y nos abraza, nos embriaga, nos somete y nos sitúa con placidez al borde del precipicio al cual nos quiere arrojar y, sobre todo, nos domina en un ejercicio perfecto de mano que mece la cuna. Me senté lleno de expectativas y con el temor de sentirme defraudado al haber puesto el listón tan alto. Se fueron atenuando las luces, el público empezó a enmudecer y la fuerza de la presencia de los actores en el escenario fue apoderándose del recinto. Sebastián comienza hablando y hablando por boca de Nacho Sánchez sin abrir los ojos pero arreando la primera bofetada de realidad con tal intensidad que podía percibirse la atención absoluta de todos los presentes. Y entonces abrió los ojos. Aquella mirada repleta de miedo, angustia, desorden y fragilidad nos atrajo como dos faros en medio de una tormenta y hasta allí nos dirigimos sin oponer el menor atisbo de resistencia. En ningún momento bajó el nivel de su interpretación y su fragilidad nos hizo sucumbir… Continuar leyendo en Tragycom
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