Hagan sus maletas, señores, se acerca el apocalipsis. Es la advertencia que hace la dramaturga británica Lucy Kirkwood. Y todo comienza con la llegada de Rose, una física nuclear, a la casa de una pareja de colegas retirados. No los ve hace 38 años. Ellos son Hazel y Robin. Se presenta con una propuesta que puede afectar al futuro de la humanidad, pero se abstiene a revelarla hasta el final.
La pareja fue testigo de un desastre nuclear ocurrido en una central en la que trabajaban hace años. La historia la pueden buscar y leer. Así que me centraré en contar lo que pasó por mi cabeza desde la butaca. Hay personas que llegan a nuestra vida en forma de turbulencia. Gente que parece inofensiva, pero es como si llevara una guadaña y un tablero de ajedrez. Y esa es Rose.
Los tres actores dan vueltas. Se ríen. Se enojan. Discuten. Bailan. ¿Qué hay detrás de la relación entre estos científicos? Nos lo preguntamos todos los espectadores y eso nos hace estar atentos.
Hazel y Robin tienen que tomar una decisión ante la propuesta de su vieja amiga. ¿Estarán dispuestos a asumir tal responsabilidad? ¿A enfrentar a la muerte, si fuera necesario? Se muestran con tantas ganas de vivir, que por momentos parecen incapaces. Porque la juventud se ha alargado.
Entonces, cuál es la herencia que están dispuestos a dejar a las nuevas generaciones. Esa es la pregunta. Y ese es justamente el reto. Un thriller ecológico que eriza. Un texto potente y actual que sólo Adriana Ozores, Susi Sánchez y Joaquín Climent pueden interpretar con tal naturalidad y solvencia.
En una época en la que los jóvenes, como la activista Greta Thunberg, lideran las movilizaciones mundiales para hablar sobre la emergencia climática, son tres sexagenarios quienes tienen la posibilidad de liderar la lucha en ‘Los hijos’.
Hay un halo de esperanza. Formar parte de ello o quedarse quieto. Y los desafíos de Kirkwood en esta obra son aún más agudos… evitar los estereotipos generacionales. Y la culpa.