Si hay momentos en los que sientes que los ojos se te están humedeciendo, puedes decir que has presenciado algo muy especial. Por lo que te están contando, y, más importante si cabe, por como lo están haciendo. Y curiosamente lo menos emotivo de todo, al menos para mí, son la trágica muerte de Fantine y la historia de amor entre Marius y Cosette, imposible evitar sentirse identificado con Éponine, mientras que el sacrificio de los revolucionarios y el enfrentamiento moral entre Javert y Jean Valjean provocan un nudo en la garganta difícilmente desentrañable si no es a base de lágrimas contenidas y puños apretados a causa de la rabia reprimida. Tal vez sea una blasfemia lo que voy a decir, pero la obra maestra de Víctor Hugo es más inmortal gracias al musical, aunque no siga al al pie de la letra, ni al setenta por ciento diría, el texto de la novela. Pero capta a la perfección la esencia, y es probable que hasta la mejore. Soy consciente de que acabo de convertirme en enemigo de los amantes furibundos y puristas de la literatura francesa.
Tenía algo de miedo. Pude verla la primera vez que se estrenó en Madrid hará algo más de treinta años. Y el recuerdo que tenía era de haber salido del teatro fascinado. Es cierto, y probablemente eso ayudó a mi embeleso, que fue el primer musical que vi, por aquellos años no estaban tan de moda, al menos en España, y era raro ver alguno anunciado dentro de la cartelera teatral madrileña. Me preocupaba mancillar ese momento mágico que guardaba en mi memoria, al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver que cantaba Sabina. Estuve incluso a punto de renunciar a mi invitación. Por suerte no lo hice, habría sido un gran error a cambio de ver un triste empate a cero del Athletic en Praga.
Toca hablar de lo puramente material, técnico y estético. La calidad del elenco se daba por sentada, y quedó demostrada, en una producción de este tamaño. Si he de hacer alguna mención especial, desde mi modesta opinión, excepcionales Pitu Manubens y Elsa Ruiz Monleón en los papeles de Javert y Éponine. Sin restarle, por supuesto, ningún mérito a las actuaciones del resto de los actores y actrices. Emotivos los pequeñines, ¿a quién no se le escapa un ¡ohhhh, que monos! cuando ve a unos niños de diez años cantando, y muy bien, por cierto, encima de un escenario? La espectacularidad de la escenografía y de los decorados entraba dentro de lo esperado, aunque hubo ocasiones en las que superó mis previsiones con recursos que para mí al menos fueron inesperados e impactantes. La iluminación, impecable. El sonido, perfecto. La orquesta acompañó sin tapar en ningún momento las voces, que narraron durante casi tres horas de escalas melódicas esta obra cumbre de la literatura universal, casi un cuento, sin que el espectador se perdiera ni una coma de la trama. ¿Se puede hacer algo perfecto? Seguramente no. Pero este montaje de Los Miserables si no lo consigue está muy pero que muy cerca de hacerlo. Rozando la excelencia.
