Ir a ver Los Miserables en el Teatro Apolo ha sido una de esas experiencias que te recuerdan por qué amamos los escenarios
Esta nueva producción no solo revive el clásico: lo redefine visualmente y demuestra que un clásico puede reinventarse sin perder su alma. Una producción que respira modernidad visual, rigor técnico y una sensibilidad artística que se agradece profundamente en un musical de esta envergadura.
Lo que más sorprende de esta versión es su apuesta por la sutileza. Salí del teatro con la sensación clara de haber asistido a una clase magistral de composición escénica, de esas que se quedan cosidas a la retina. La escenografía renuncia al artificio habitual y abraza un minimalismo muy bien calculado. No se trata de replicar Francia, sino de sugerirla. Los fondos acompañan cada giro dramático sin distraer.
La dirección escénica trabaja con una lógica muy cercana al lenguaje audiovisual, en muchos momentos parece estar viendo una obra cinematográfica por encuadres naturales creados con cuerpos y luz, y una profundidad de campo en escena que funciona como si el propio teatro estuviera jugando a ser cámara.
Si algo merece mención especial es la iluminación. Es aquí donde la producción alcanza una personalidad propia. Para quienes vivimos atentos a cómo un haz de luz modifica un rostro o un espacio, este montaje es una pequeña joya.
El ritmo de la obra es sublime, es capaz de mantenerte pegado al escenario sin parpadear. Cada cambio de escenario es ejecutado a la perfección aprovechando ligeros momentos íntimos en el frente de escena para sorprender con una nueva escenografía que deja avanzar la obra con gran fluidez.
Porque el teatro no solo son actores son también regidores, iluminadores, escenógrafos y técnicos, se nota una maquina muy bien engrasada detrás las bambalinas.
Pero esta obra, con sus alardes escénicos no se sostendría sin la dirección musical de Enric García el hilo vertebrador de la obra, mostrando sutileza en momentos íntimos y siendo épica en los momentos más culminantes.
Y entonces aparece Adrián Salzedo. Su interpretación es uno de los pilares fundamentales del espectáculo. Su Jean Valjean está construido con una mezcla muy medida de fuerza interior y fragilidad emocional. Su presencia escénica se nota incluso en los silencios, y su manera de modular la voz. Más allá del canto, Salzedo domina el cuerpo, el gesto y el ritmo emocional de la obra.
Sería injusto no mencionar al resto del reparto, porque el nivel general de la producción es altísimo. El Javert (Pìtu Manubens) de esta versión destaca por su sobriedad y presencia casi escultórica, Fantine (Teresa Ferrer), interpretada con una mezcla devastadora de fragilidad y resistencia, intérpretes de Marius (Quique Niza), Eponine (Elsa Ruiz Monleón) y los estudiantes de la barricada, aportan una emoción generacional que renueva la historia desde dentro
En resumen: Los Miserables del Apolo es una producción impecable, vibrante, hecha con respeto, talento y un instinto visual que enamora a quienes vivimos de la imagen. Un espectáculo que no solo se ve: se siente. Y para quienes valoramos la luz tanto como la historia, es sencillamente imperdible.
