Nunca me atrajo ver Los Miserables. Ya había oído que no hablaban nada, sino que todo era cantado, en mi cabeza se alejaba mucho del típico musical de Broadway, la obra duraba tres horas y la temática «franceses pobres» no mejoraba la sensación. Que tuviera tanto éxito no me decía nada. Ya se sabe, millones de moscas…
¡Qué equivocada estaba!
A los que la conocen no les descubro nada al decir que qué maravilla de música, de historia, de letras, de situaciones, de personajes. Una historia universal, hecha miles de veces, quizás, y no por ello peor. Disfrutable ya de por si.
Pero ya hablando de esta versión en concreto, la puesta en escena es impecable, muy fluída de manera que las tres horas parecen dos. Las interpretaciones son increibles, con unas voces espectaculares tanto en los personajes protagonistas como en los secundarios y hasta los niños y niñas son adorables. La orquesta es estupenda, marcando muy bien los pasos entre escenas conforme decaen los aplausos espontáneos del público tras una interpretación soberbia tras otra.
Los decorados son otro personaje más. Aparecen y desaparecen como por arte de magia, de manera casi invisible al espectador, por lo que en ningún momento despistan con su transcurrir por el espacio.
¡Qué más decir!. Dejé caer lágrimas durante la función, no ya solo por la temática y la emotividad de las representaciones sino de puro Stendhal. Por tanto, sólo me queda decir que no hagáis como yo hasta ahora. ¡No os la perdáis!
