La fortaleza es un espectáculo cargado de honestidad y de valentía.
Sí, podría parecer un tópico esta frase. Hay mucho teatro honesto, afortunadamente, en nuestras salas. Y, además, ¿qué es exactamente eso de la «honestidad»? ¿Cómo puede un espectáculo ser «valiente»? ¿Cómo se juzga eso? ¿Cómo se valora? No tengo respuestas, pero tengo la certeza de que La fortaleza es una propuesta honesta y valiente.
Sobre un escenario hay ladrillos, escombros, una pantalla de madera, un castillo volador (una maravilla de instalación arquitectónica), una mesa con un micrófono y un cenicero, un micrófono de pie… y poco más. Parece poco, ¿no? Pero, tal vez, no hace falta más. Ese espacio simbólico y despejado, que recuerda a un museo de arte contemporáneo, es suficiente para contar una historia despojada de todo lo prescindible. El espacio sonoro también sigue esa línea: cuando algo suena, suena con un sentido; si no, no suena nada. El vestuario juega con lo contemporáneo y lo clásico y lo hace con descaro y sin miramientos.
En escena aparece Eva Rufo, que dará el relevo a Mamen Camacho, y ella, a su vez, a Natalia Huarte. Tres actrices que apenas comparten tiempo sobre las tablas y que se ponen al servicio de una misma historia. Tres actrices que cuentan tres momentos de la historia, y lo hacen con un dominio absoluto de todo lo que saben (que es mucho): verso, pausas, contención emocional, rabia, comedia, ritmo, precisión. Tres actrices que hablan de ellas y de su experiencia en la CNTC mientras cuentan la historia de El castillo de Lindabridis y mientras narran cómo su padre (que no es el suyo, sino el de Lucía Carballal) no estuvo presente en sus vidas, y cómo, pese a ello, sus vidas están contadas también a través de él.
Parecen muchas capas a la vez, inconexas, y, sin embargo, todas se entienden, dialogan entre ellas, se explican unas a otras y, lo que es más importante, se complementan para que la historia llegue a ojos y oídos del espectador con toda su dureza, su verdad y su honestidad. No es fácil, pero Lucía Carballal hace fácil lo difícil. Hace que parezca sencillo hablar de la pérdida, de la herencia, de las fortalezas que nos construimos para sobrevivir, del verso y el patrimonio cultural que protegemos o del que renegamos.
Carballal crea una pieza sin artificios y, con mucha inteligencia, mezcla los temas para llegar directamente hasta el fondo de la conciencia de cada espectador, que va a identificarse, seguro, con un trocito de la historia. El que sea. El dolor de la ausencia, el peso de la (auto)exigencia, la idea de paternidad (y masculinidad, de paso) en los 80, la dificultad de hablar hoy de lo que sucedió hace trescientos años. Todo esto está en La fortaleza. Y todo esto remueve, golpea, araña, escuece. Y también divierte, acompaña, sana.
Este espectáculo, que parece pequeño, te sumerge en tu propio yo y desde ahí te apela. Con mucho amor, mucha sabiduría, mucha valentía y mucho cuidado. Sin artificios. Sin engaños. Sin pretensiones. Conmueve desde la más absoluta libertad, porque Carballal crea desde un lugar libre, despojado, sencillo. Y por eso mismo se convierte en una propuesta imprescindible. Imprescindible: esa es la palabra que podría definir La fortaleza. Y no es en vano: al fin y al cabo, es imprescindible que nos generemos nuestras propias fortalezas para contarnos nuestro pasado y para afrontar nuestro futuro.