Qué espectáculo, Matilda. Qué cantidad de talento, infantil y adulto, qué maravilla de puesta en escena, de colores, de orquesta, de temas, de voces. No sabría por dónde empezar. Impresiona desde el principio la soltura con la que la protagonista, que no debe tener más de 12 años, se mueve por el escenario sin dudar ni una nota, con toda una orquesta a su disposición y un teatro entero -llenísimo- mirándola. Impresionan las coreografías y el coro que forman al tiempo que bailan los nueve niños que forman parte del elenco. Destaca también esa directora del colegio que todos temíamos de pequeños y que ahora es la mala más maravillosa que hemos visto en mucho tiempo, aunque no se entienda bien por qué su papel es un actor y no una actriz.
Me maravilla ver en directo la legendaria escena de la directora cogiendo por las trenzas a una niña, sufro temiendo llegar la escena del niño que se come todo el pastel castigado, me fascina lo asquerosamente odiable que es la familia de Matilda, tal y como la recordaba, pero mi momento favorito es sin duda un impecable número musical -incluidos columpios- que me pone literalmente la piel de gallina, en el que cantan sobre lo guay que debe ser ser mayor.
Dan ganas de estar ahí con esos niños, que llevarán muchos meses preparando este momento, pero lo más que podemos hacer es aplaudir muy mucho, gritar y poner al teatro entero en pie y ver sus sonrisas de oreja a oreja, ya fuera del personaje, cuando acaba la función.
Dan ganas de hacer teatro, de cantar, de bailar. Dan ganas de ser pequeño.