Si Roald Dahl pudiese ir al teatro para ver su libro convertido en musical, no podría dejar de aplaudir. Ni de reír, de emocionarse, de querer saltar, correr, gritar, volar…
Quizá fue exactamente eso lo que quiso transmitir cuando en 1988 escribió Matilda, una de sus obras más reconocidas.
La adaptación es muy fiel y todo, absolutamente todo lo que ocurre sobre el escenario es mágico. La escenografía es de las más espectaculares de todos los grandes musicales que han aterrizado en Madrid. El elenco, en su mayoría compuesto por niños y niñas, es increíblemente brillante y tanto la música en directo, como la caracterización y las coreografías están trabajadas hasta la perfección.
Es asombroso que una obra pueda sostenerse tan bien con un grupo de menores que dan vida a cada uno de los personajes del libro. La actriz que interpreta a Matilda (y estoy seguro de que cada día es igual con cada una de las pequeñas Matildas del elenco) es espontánea, alegre, despierta y magistral y saca adelante unos textos ella sola con una gran carga de emoción.
También es justo mencionar el trabajo del actor que interpreta a la señorita Trunchbull, la directora del colegio en el que recala la pequeña Matilda. Sus detalles interpretativos, sus juegos con la voz, su capacidad de adaptar la voz a cada una de las escenas… Podría estar horas alabando su trabajo pero lo mejor es ir al teatro para descubrir a este personaje que es ya, para mí, uno de mis preferidos de todos los musicales que he podido ver.
Además de ellas dos, las grandes protagonistas de Matilda, el musical, destacan también las voces de todos los demás personajes, como el de la profesora Honey.
La parte mágica de la obra llega con ciertas escenas que recuerdan tanto al libro como a su adaptación al cine: el momento de Bruce y la tarta de chocolate, el lanzamiento por los aires de la niña de las trenzas y, por encima de todo, el momento de los columpios que, sin desvelar nada, es una de las metáforas más brillantes de lo importante que es seguir siendo un niño por muchos años que pasen.
Cuando termina la obra, es imposible parar de aplaudir, y de reír, de emocionarse y de querer saltar, correr, gritar, volar… Exactamente lo que, quizá, Roald Dahl quiso conseguir y que este musical transmite a la perfección.