La nostalgia de la infancia llega al entrar al teatro. La escenografía propicia un viaje hacia las lecturas infantiles. Las aventuras de Los Cinco, de Molly Moon y, cómo no, de Matilda llegaron para acompañarme a través de personajes atípicos y extraordinarios. El gusto por leer se lo debo a ellos. Y hoy la versión adulta de mí misma regresa a la historia de Matilda, en el Nuevo Teatro Alcalá, con la ilusión intacta.
Hay cierta pizca de prudencia en mi butaca. No me encuentro cómoda en el género musical pero es septiembre y la rentrée invita a un último intento. Esta obra lo merece por tierna y afilada. Y spoiler: es un acierto. Los motivos son muchos. El libreto es ingenioso y el elenco hace un trabajo impecable. Hay humor, goce, sarcasmo y miedo. La escenografía se crece. Va siempre al alza: literas, columpios y fogatas. Los números de baile y las canciones aportan siempre valor narrativo. No son mera floritura. Encajan con equilibrio en la dosificación de la trama y no hay marabunta en el escenario. Los movimientos son limpios y elegantes.
Es verdad que la magia se diluye en esta propuesta. Pierde la fuerza que sí tiene el mundo literario de Matilda y que comparte su versión cinematográfica; pero lo hace a favor de un claro mensaje de comunidad, compañerismo y empatía que hace que el resto del reparto se luzca. Y esta revelación impregna también al público, sobre todo a los más pequeños, que a gritos defiende el placer de la lectura. El poder de un libro abierto se transforma en musical y a mí, contra todo pronóstico, me encanta.