Este Ricardo de III de Kamikaze es difícil de describir. Hay tanto dentro que no sé ni cómo ni por dónde empezar a hablar de ella. Quizás por los actores, inconmensurables, o por la puesta en escena, minimalista y atemporal, mezcla de pasado y presente, o por el humor, ácido e inteligente, o por la adaptación del texto en el que cada palabra significa, cuenta y da peso a lo que dice el personaje.
Shakespeare era un genio de las palabras, que jugaba con el drama en las comedias y con la comedia en los dramas, que animaba al público a participar de la pantomima que es el teatro denunciando injusticias de su propia época. Y eso mismo es lo que hacen magistralmente Miguel del Arco y Antonio Rojano con su Ricardo III.
Un drama isabelino que se presenta en un país indefinido en una época indefinida, pero absolutamente actual y reconocible por el público por el lenguaje y actitudes de los personajes, usando referencias actuales de nuestro país (al igual que hacía Shakespeare), incluso haciendo que los pensamientos del protagonista suenen amplificados en nuestras cabezas haciendo que use un micrófono y hablándonos directamente, rompiendo la cuarta pared, tal y como hacía el autor de la obra original. Y hablo de la obra original, porque esta versión de Ricardo III deja de ser una versión, para convertirse en una obra original en sí misma. Así de grande son Miguel de Arco y su equipo de Kamikazes.
En esta obra partimos del final de una guerra en la que muere un dictador y alguien tiene que darle el relevo. El hombre que lo sustituye es un buen hombre, y esos no pueden gobernar. Siempre habrá alguien con ambición e inteligencia suficiente para derrocarlo. Es la pescadilla que se muerde la cola. El tirano debe morir, para que, al final, llegue otro tirano que le sustituya. Y en ese periodo entre uno y otro hay alianzas, zancadillas, cambios de chaqueta y muerte. En la época isabelina muerte real, al igual que en la antigua Roma. Hoy muerte política y social. Es imposible no ver similitudes con la actual política de este país, donde «Donde dije digo, digo Diego» y donde un político apoya a otro hasta que le interesa apoyar al de más allá, o donde estamos discutiendo dónde enterramos los restos de nuestro «querido» dictador. Y Miguel del Arco no es nada sutil con estas similitudes, las saca a la palestra a las claras, con un sentido del humor a veces ácido a veces muy blanco, creando situaciones muy absurdas al más puro estilo «Faemino y Cansado» o «Yllana».
Nuestro protagonista hace y deshace traicionando, mintiendo, engañando y destruyendo a todo el que se le pone por delante hasta conseguir su objetivo, que es convertirse en el rey Ricardo III y, una vez conseguido, sigue traicionando a los que lo apoyaron. Nada a lo que no estemos acostumbrados en este país.
Ritmo, energía, risas, sorpresas y tensión es lo que nos vamos a encontrar en esta obra magistral con un equipo de actores impresionantes que encabeza Israel Elejalde con una interpretación colosal que espero se vea recompensada en los próximos premios Max.
Si lo que buscas es que el teatro estimule tu materia gris y te haga pensar, no dejes pasar la oprtunidad de ver algo que pocas veces se ve encima de un escenario. En todos los sentidos. Texto, actores, y equipo técnico, de 10.