Nao d’amores está de vuelta y lo hace con uno de nuestros autores clásicos más importantes, pero atreviéndose con un título no tan conocido y con la firme intención de mirarlo desde su único y cuidado lenguaje escénico. El castillo de Lindabridis ha echado a volar en el Teatro de la Comedia en esta hilarante comedia de enredo calderoniana, que está ambientada en un mundo mitológico. La princesa atrevida del Calderón más delirante brilla con el lenguaje propio e inconfundible de la compañía segoviana.
En la trama, la princesa Lindabridis, para heredar el trono de Tartaria, deberá casarse con un caballero que pueda vencer a su hermano Meridián en un torneo. Para ello, en la búsqueda del marido que mejor se ajuste a sus necesidades, viaja por el mundo en un castillo volador. La premisa parece, a priori, sencilla, pero las motivaciones de Calderón iban mucho más allá, y esto es lo que convierte a la comedia en una pieza muy divertida y original. La pretensión del dramaturgo era la de generar un juego palaciego de aires carnavalescos donde el Barroco se descubre a sí mismo, a través de un Medievo soñado por el Renacimiento. Ana Zamora ha comprendido a la perfección esta premisa y ha logrado con grandísimo acierto una propuesta honesta, valiente y que, sobre todo, evidencia un lenguaje escénico propio, unos códigos de creación teatral que han convertido a Nao d’amores en una compañía con un mimo y talento para cuidar el patrimonio y repertorio literario encomiables.
Esta comedia novelesco-caballeresca está basada en su trama en la novela de Diego Ortúñez de Calahorra, Espejo de Príncipes y caballeros: El caballero del Febo (1555). Si bien no es tan conocida esta faceta de Calderón, el autor dedicó parte de su producción a la reescritura de los mitos y las historias del pasado. De este modo, es esta una obra concebida en la segunda parte del siglo XVII donde aparecen caballeros de las novelas de caballerías mezclados con el imaginario mitológico, pero mirados desde la óptica barroca. Aquí está el gran ingenio de Calderón y de Ana Zamora de plasmar ese Barroco que se sumerge en el Medievo desde la perspectiva renacentista. El tratamiento de la mitología desde la literatura no siempre ha sido igual y este título muestra el contraste entre la admiración hacia los dioses propia del pensamiento renacentista y el tono más desenfadado y burlesco que los autores barrocos emplearon para hablar de las vidas de las divinidades. Calderón reúne en una misma pieza a las princesas barrocas con los caballeros andantes y los mitos y esta mezcla es la que genera toda la comicidad y originalidad de la obra.
Ana Zamora ha aceptado el reto de sumergirse en un periodo literario menos trabajado en su trayectoria y cumple con creces el desafío. Las estrofas métricas y la musicalidad del verso son diferentes y el propio tema del texto propone una magnífica mezcla de lenguajes donde apreciar la belleza de la historia del español que, precisamente, en el siglo XVII (a partir de la publicación de El Quijote más concretamente) adquirirá unas marcas fonológicas y de estructura sintáctica que determinarán nuestro sistema moderno. La adaptación es muy limpia y ágil y resalta todos los elementos donde Calderón quiso detenerse y que Ana Zamora ha sabido potenciar desde su propio código.
La escenografía está compuesta de una gran estructura de madera, que tiene inscritos pasajes claves de la obra (matiz que pude apreciar gracias a mi vista privilegiada de espectadora desde el escenario, ya que es un espectáculo a tres bandas) y escénicamente lo será absolutamente todo: el castillo de la princesa, espacio de justas, encuentro de dioses. Una gran estructura móvil cargada de significado y que se convierte en un personaje más para contar la historia. El vestuario es sencillamente una delicia. Cada personaje porta un atuendo que en sí mismo describe las motivaciones de quien lo lleva. Todo en la escena está cargado de significado y Ana Zamora ha sabido trasladar a la perfección la esencia calderoniana a su lenguaje. Y no solo lo ha hecho muy bien, sino que funciona a la perfección. No hay espectáculo de Nao sin música y sin que no sea ejecutada en directo. La compañía se enfrentaba a su primer espectáculo sin Alicia Lázaro como directora musical y con un montaje muy distinto a todo lo que atesora en su repertorio. La ejecución siempre es brillante y, en este caso, la elección de los instrumentos y la viveza de las canciones es extraordinaria. La danza, las coreografías y la ejecución vocal de los actores van siempre a favor del suceso teatral. Generan una energía y una atmósfera muy potentes creando imágenes literarias y estéticas funcionales y hermosas.
La elección del elenco es otro de los grandes aciertos de la propuesta. Un grupo actoral estupendo que cumple solventemente con un ejercicio interpretativo nada fácil y que demuestra mucho gusto y amor por el verso clásico. Tres nombres a destacar: la gran sorpresa de Miguel Ángel Amor que juega muy bien con el contraste entre lo cómico y lo solemne. Alejandro Pau, un actor muy carismático y elegante que se desenvuelve como pez en el agua con el verso y llena de matices su interpretación. Y Paula Iwasaki, la mejor decisión de reparto de Ana Zamora. Una intérprete que siempre transmite verdad y una calidad interpretativa excelente. Una actriz con una presencia escénica arrolladora, que transmite siempre con independencia de que esté o no en el centro de la escena, un dominio perfecto del verso y el objetivo más que cumplido de afrontar el mayor reto interpretativo del montaje en lo que a personajes se refiere.
El castillo de Lindabridis es una comedia calderoniana delirante y muy divertida, que está impregnada del bello e inconfundible sello escénico de Nao d’amores. Una propuesta fantástica para acercarse a una faceta menos conocida de Calderón, muy alejada de los autos y los grandes dramas. Cuánto se agradece la apuesta por otros títulos que no sean los grandes éxitos de los autores áureos, y poder seguir así ampliando nuestra mirada sobre los Clásicos. ¡Que vuele alto Lindabridis en su castillo!