Que cuando la compañía belga, Peeping Tom, pisa un escenario algo mágico e inexplicable sucede es de sobra conocido. Sin embargo, y a pesar de esta fama que les precede, hasta que uno no lo ve no se puede creer. No hay forma de describirlo. Aterrizaban la semana pasada en Madrid para inaugurar el Festival de Otoño, en una co producción con los Teatros del Canal, y no defraudaron. Como un obús que derriba todo a su paso, mientras las sensaciones se cruzan y los ojos no pueden apartarse de una escena en continuo movimiento, uno se pregunta cómo logran lo armónico de un conjunto tan bien coreografiado, armonizado, como si algo sobrenatural se apoderara de unos intérpretes que van a caballo entre la danza y el teatro. Es el artista en esencia y en su faceta más esbelta. Es lo que llaman el teatro híbrido, la escena vanguardista europea abriéndose paso tras el telón del teatro madrileño. Este tríptico, construido por los dos coreógrafos y directores de la compañía, Gabriela Carrizo y Franck Chartier, cambia la concepción que se tiene del teatro y, con ello, revoluciona el ideario de ese dueto ganador de danza y dramaturgia.
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