A menudo, nuestro deseo de trascendencia está vinculado a muchos más factores que el llamamiento de la naturaleza a dejar un pedazo nuestro en el mundo una vez que nos hayamos marchado. Una huella genética que se extienda mucho más allá de un simple apellido o de una saga familiar.
Este empeño, o ausencia de este, es algo que nos atormenta desde que comenzamos a ser sapiens sapiens, y es por esto que, de una forma más o menos arbitraria, se han establecido leyes religiosas y estamentales para penalizar a las madres que no den hijos a la causa. Sea esta causa un culto, la patria o una serie de ideas que determina y condiciona la vida de un segmento de población. A menudo, el no seguir estas normativas que suelen ser bastante inflexibles, convierte a las mujeres en seres faltos y/o tarados, que son incapaces de lograr todo aquello que se espera de ellas. Y por extensión también de sus acompañantes.
Con el abandono de la religiosidad, han sido las férreas estructuras de poder político y capitalista las que han demandado constantemente esta producción, creando también una nueva necesidad del capital, confiando que estos neonatos también tengan las mismas dudas y necesidades que, siempre que se pueda, en forma de duda existencial y de trascendencia, profundicen en un nuevo tipo de espiritualidad lleno de preguntas.
Las preguntas, sin embargo, son -casi siempre- las mismas: «¿Quiero dar a luz a un nuevo ser?», «¿Sabré cuidarlo?», «¿Sabré cuidarme?». A partir del hecho de maternar, o incluso antes, el o la peque y sus progenitores se convierten en seres totalmente indisolubles, si el capitalismo, la desgracia o Ana Obregón no tienen nada a decir al respeto. El deseo y necesidad de mantener viva la llama también sirve a la inversa, como bien sabemos al conocer la condición humana y la del chimpancé más listo de la clase con una navaja y la necesidad de obtener y perpetuarse en el poder.
Salve Regina profundiza, desde una comicidad más que transversal, en las dudas habituales de la maternidad, haciendo que nos cuestionemos si es siempre nuestro deseo o instinto el que se impone, o es una decisión tomada a partir de una imposición religiosa/moral que decidirá varios de los aspectos de nuestra crianza y de nuestros sucesores. Es imposible no pensar en el niño de Belén y su conexión mística con el cosmos u otros neonatos destinados a ser portadores de la buenaventura, ya sea esta misma Regina protagonista, que es capaz de encontrar el espíritu santo, que es una tradición heredada de las religiones grecolatinas, en una clínica de fertilidad, o en el niño lama que dejó de ser el escogido para acontecer en un raver ibicenco, evidenciando que el destino no existe y que es una cosa que nos encontramos allá y en medida del posible, miramos de abrazar o distanciarnos de este haciendo que la mística se vaya por el alcantarillado y abrazamos una humanidad llena de dudas, que no siempre somos capaces de responder.
Ángela Palacios no solo está cómoda haciendo de Regina, sino que está espléndida, haciéndonos transitar del drama al humor rápidamente y dejándonos un montón de reflexiones e interrogantes. La respuesta, posiblemente nunca la encontraremos como tal, porque esto precipitaría nuestro final como especie al darnos cuenta de todo el sinsentido que es nuestra existencia, pero el disfrutar de la vida y dejarnos guiar por Ángela, nos acompañará siempre.