Cuando Mel Brooks escribió The Producers en 1967 y se estrenó en su faceta de director cinematográfico, pretendía mostrar una forma elegante e inteligente de derrotar a los grandes dictadores: para abatir su falsa seducción, era necesario el humor, la ridiculización, mostrar lo locos que son, realmente. Ésta era la intención de Springtime for Hitler, la idea primigenia, surgida casi como una broma entre amigos. Ante el miedo a una acogida hostil, pensó que convenía enmarcarlo en otra representación. Una obra dentro de otra obra, de alguna forma. Y la comicidad iba a continuar con el protagonismo de dos productores desastrosos. Uno, un fracasado, y el otro, un contable soñador. Para crear Max Bialystock, Mel Brooks, en una de tantas guiños en el entorno que tan bien conocía, se inspiró en un personaje real, que solía financiar sus obras atizándose a abuelas ricas. Todo ello demuestra la capacidad irónica (más aún satírica) de una pieza que se ha convertido en el musical más premiado de la historia.
En The Producers, dos productores poco avispados pretenden enriquecerse fraudulentamente: producirían el mayor fracaso de la historia del teatro musical y se apropiarían del dinero de los inversores. Eligen el peor guión (Flores para Hitler, una especie de homenaje sin sentido creado por un antiguo soldado nazi), el peor director y el peor reparto posible. Pero el resultado, paradójicamente, no es el esperado, y las proporciones del callejón sin salida acaban siendo gigantescas.
La dirección escénica del espectáculo corre a cargo de Àngel Llàcer y Enric Cambray, mientras que Manu Guix y Gerard Alonso lo dirigen musicalmente. Después de La jaula de las locas, La tienda de los horrores y Cantando bajo la lluvia, el nuevo proyecto persigue claramente llenar salas y llegar al mayor número de espectadores posible. La fórmula es eficaz. La puesta en escena, impecable. La escenografía, inolvidable, un auténtico privilegio. El elenco es realmente fantástico. Armando Pita en el papel de Max y el de Ricky Mata en el de Leo se complementan y ofrecen unos intercambios casi tan coreográficos como los bailes en escena. Pero la calidad musical del último es tan excelente que hace evidentes pequeñas limitaciones dramáticas, más aún cuando se contrastan con el talento camaleónico del primero o la fantástica interpretación de Mireia Portas. Punto y aparte para esta tremenda actriz, que sirve en bandeja a la dirección un recurso mimético utilizado ya en Cantando… y que afecta, en mi opinión, al montaje. Su comicidad, cercana al clown, cautiva a la audiencia con facilidad, y se le reservan momentos, como en un paréntesis en los que todo se detiene, y se pierde dinamismo. Estas escenas y, más aún, el pseudocásting de actores, son momentos gratuitos, como instantes de distensión, de cara a la galería. Tienen éxito seguro, porque provocan carcajadas y una divertida incertidumbre, pero se esfuma la continuidad y acercan el espectáculo (perdonad la exageración) a un gran y lujoso show de fiesta mayor, y desmerecen el conjunto.