Por más veces que uno haya escuchado esta historia, por mucho que hayamos leído el libro o visto alguna de sus adaptaciones en cine, lo cierto es que «Un monstruo viene a verme» sigue emocionando como la primera vez.
Conor tiene 13 años y una madre enferma de cáncer. Cada noche, la misma pesadilla: un árbol viejo, un tejo, se transforma en el monstruo que viene a contarle lo que, de algún modo, el joven ya sabe, pero todavía desconoce. Pero, a veces, posiblemente siempre, huir de los miedos, de la verdad, es lo que más nos cuesta. Y eso es lo que lleva a Conor a través de esta historia y, también, a los espectadores a través de esta obra, increíblemente bien adaptada.
El elenco es sensacional. La actriz protagonista, que encarna a Conor, transmite dolor, miedo y desgarro. Pero quienes le acompañan en el escenario potencian aún más todas esas sensaciones y esos sentimientos, especialmente el personaje del monstruo, ese tejo milenario que, noche tras noche, se despierta y visita a Conor en sus sueños. Es, sin duda, el gran papel (y para mí, la gran interpretación) de «Un monstruo viene a verme».
La escenografía es sencilla: una estructura de madera da forma y vida al árbol-monstruo. Y poco más: unas sillas, que sirven para recrear escenarios como la casa, el instituto o el hospital. También, juegos de luces sencillos pero efectivos, coreografías y movimientos del elenco sobre las tablas calculados al milímetro y, en ocasiones, pequeños pasajes con canciones que recuerdan a un musical íntimo y discreto, pero con gran carta sentimental y que sirven como pequeños descansos entre tanta intensidad.
No falta nada; tampoco sobra nada. Está todo pensado al milímetro y transmite lo que busca. Y, además, crea conciencia. ¿Se puede pedir más? Lo dudo.