Nada más entrar en la sala, desde nuestra butaca, inmediatamente, nos sumergimos en la magnífica escenografía ortogonal e impoluta, precisa, de un balneario calmo hasta la inquietud: blanco, quirúrgico, presidido por un altar de inmersión y rodeado, como un templo de la fertilidad, por telas blancas y ligeras a modo de columnas que delimitan un ritmo regular de huecos de entrada y salida.
Estamos en un lugar de un aislamiento casi místico, uno de los paraísos-paréntesis que detienen el tiempo y la realidad, como lo son un campamento Ayurveda en Goa a una clínica de retiro estético en Marbella o un balneario en Alhama de Aragón, Fitero o Montecatini.
Y por este limbo clínico-místico deambulan, semidesnudas, despreocupadas, relajadas, entregadas a sus ritos balnearios, un grupo de mujeres en busca del milagro de la fertilidad, en busca del milagro que ofrece su director médico y sus auxiliares, un corifeo de hadas del bien, de realizadoras de sueños a cualquier precio y caiga quien caiga.
En ese mundo blanco irrumpe la realidad diametralmente opuesta de Fernanda, una cucaracha elegante, digna, de sinceridad insultante, sin empatía, terca y negra como la muerte, que también viene a buscar otra felicidad, una felicidad fugaz, que no es otra que hacer mutis sin dolor, esquivando la tortura clínica final. Cada mujer que habita o visita esta función busca una salida, una esperanza o una ilusión, pero en esta comedia ácida, negra, tan libre que incluso pasa de la prosa al verso con una naturalidad pasmosa, sin casi enterarnos, cada personaje virginal o ejemplar llevado al límite, esconde algo bajo sus batas impolutas, bajo sus pelos y pelucas y bajo su discurso. El verbo también esconde otros verbos. Y ¿quién en este microcosmos, en este universo encerrado en un balneario no traiciona sus juramentos, sus principios y su libérrimo juicio sobre las actitudes ajenas? ¿Qué esconde la bondad beatífica de algunas? ¿Qué revela la maldad y el miedo de otras?
El texto de esta pieza, de Javier Ballesteros, es un absoluto descubrimiento, ágil, divertido, negro, loco, sorprendente, casi siempre hilarante y con cargas de profundidad que explotan y te dejan noqueado en un gesto de asombro por la mala leche y el vitriolo que vierte construyendo diálogos que dan un giro a tantos lugares comunes, como el afán esforzado por trascender a la propia existencia, como la cancelación del dolor inútil, la ética médica, la sostenibilidad, la supervivencia de la especie, la necesidad de creer, aunque sea en oráculos, en los sueños o en brujas…. y, claro, la necesidad mercantil de que se cumplan los sueños ajenos para que tu mundo balneario no quiebre, para que el mundo siga cueste lo que cueste.
La puesta en escena es magnífica. La firma Pablo Chávez, ese actor joven y escenógrafo inspiradísimo que interpreta a un dotado doctor-definición-de-buena gente, con la naturalidad y magnetismo habitual que ya derrochara en la magnífica Los Remedios o en Cluster .
Las actrices todas son un engranaje perfecto y bien engrasado por la dirección de Javier Ballesteros. De June Velayos, que compone una Teresa blanca, pía, bienpensante y metomentodo, a Eva Chocrón encarnando a Cristina, un personaje de esos ectópicos, desubicados, que resuelven tramas con un absurdo propio de Jardiel ( me trajo la memoria de un personaje de «Los habitantes de la casa deshabitada» interpretado por Amparo Baró, en los años 80).
María Jáimez, por supuesto, nos gana interpretando esa cucaracha reina, sofisticada, chispeante, directa, elegante, divertida, ácida, que no puede evitar la maldad con el desparpajo natural y la vis cómica de una diva pop. Una auténtica barbaridad.
Si a media temporada descubrí, tarde, una joya nacida en el off como “Los Precursores” de Luis Sorolla, el final de temporada me deja esta otra magnífica “cucaracha con paisaje de fondo” Ojalá algún teatro público de Madrid las programe en la temporada que viene. ¡¡Anímense, repongan y cultiven todo este talento desbordante y fresco, que es excepcional!!