La multipremiada compañía andaluza El Espejo Negro, 35 años de existencia, ahí es nada, adapta el filme de Berlanga, fiel que no literalmente, que cada lenguaje tiene sus reglas. Recibida y sigue siéndolo, alegato contra la pena de muerte pero, casi más, hoy en día, contra la hipoteca del alma, la miseria no solo económica, la necesidad, los sacrificios que exige una vida “normal”. Un verdugo debe jubilarse. Él y su hija convencen, a la fuerza, al yerno para tomar el relevo, como única manera de conseguir “el pisito”, que todo lo era y no está tan lejos de la actualidad. Sin banalizar, hay dos condenados en cada caso. Por suerte, se mantiene el humor, negrísimo y tierno, para dejarnos respirar pero sin tapar las emociones, como la angustia, donde parece que el sentenciado es el verdugo.
Trabajo minucioso, con cambios de vestuario, físicos, de peinado… en los personajes, expresivos, las marionetas consiguen lo que parece difícil: que no veamos figuras sino personas y no me refiero a los actores, que es lo que son, no simples manipuladores sino que insuflan vida y alma a cada marioneta y nos transmiten emociones, sea el humor, la angustia, la pena… Así, en una puesta en escena delicada y deliciosa, con diseño sonoro y de vestuario de la época, iluminación magistral, de tinieblas, expresionista por momentos, la propuesta nos lanza reflexiones que siguen vigentes 60 años después,
Lo menos mejor: los momentos o escenas -empezando por la gratuita y facilona burla inicial a la legión- donde no están en escena las marionetas, sino los intérpretes.
Lo mejor: todo lo relativo al personaje que encarnó José Isbert. Entrañable, desorientado ante las dudas de su yerno cuando tan cerca se está de conseguir el sueño imposible de una vivienda. Movimientos, fisonomía, dicción…
En resumen: el teatro son emociones y aquí nos llegan, en adaptación de la magistral película, con marionetas Probablemente, doble mérito.