El capitán Ahab, un hombre que ha perdido parte de su condición humana, enloquecido tras haber perdido una batalla contra la gran ballena blanca, Moby Dick. En su delirio se va trasformando cada vez más en un depredador, enloquecido por la sangre que quiere derramar y por la que no le importa – ¿desea, incluso? sacrificarse con el fin de vengarse. Con una especie de brújula instintiva, no puede medir ni considerar nada que no sea el éxito de acabar con su presa, en en una enfebrecida persecución, en la que nada importa, ni el precio a pagar, sea el de su vida o la de quienes le acompañan.
Magnífica puesta en escena (escenografía, sonido, iluminación), que realmente te transporta a la cubierta de un navío, zarandeado por las olas, especialmente brillante en la escena de la tempestad, donde prácticamente notas las olas rompiendo contra el caparazón del barco y te moja. No tan conseguida, a mi parecer, la parte final y clímax, la batalla, demasiado prolija en su descripción, estática y sin la fuerza del espacio y movimiento. La interpretación de Pou, prótesis -diría que molesta- incluida, es impecable pero no me llegó, la encontré demasiado recitada, reflexionada o leída, como para ser el discurso de alguien superado por su autoimpouesta misión, luchando contra los elementos, la tripulación, él mismo… Encontré, o sentí, poca emoción en una obra que tanto trata lo pasional e irracional. A destacar también la interpetación de Òscar Kapoya, otro marinero que ha perdido parte de su condición humana en este periplo y ahora parece más un cachorro que ansía la protección de su amo.
En resumen: se me hizo larga no porque sea texto y sólo texto, sino por la reiteración del mismo. No ayuda, cierto, que todos conozcamos la historia y cómo acaba. Y cuando esta batalla final llega, yo ya exhausto, el resultado me dejó más bien frío.