Qué complicado nos resulta no juzgar a los demás. Y si, encima, los demás son nuestra propia familia, eso de no juzgar se hace casi imposible. Esto precisamente, es lo que se ha propuesto la familia Amesti en la noche de Navidad: no juzgar a su hija Elena que vuelve de Londres, después de 3 años sin saber nada de ella. Esta larga separación vino ocasionada porque la familia de Elena no supo aceptar su homosexualidad, pero ahora está dispuesta a volver a empezar desde cero con un pensamiento totalmente renovado y a conocer y acoger en el seno de la familia a Cindy, la novia irlandesa de Elena.
Hasta aquí todo correcto. La cosa empieza a complicarse cuando Cindy hace su “aparición” en escena. En este momento, los padres de Elena tendrán que volver a repetirse una y otra vez, como un mantra, aquello de no juzgar a los demás y aceptarlos tal y como son.
Nunca he estado en Dublín cuenta con un guion original, desternillante y tan surrealista que el espectador llega a plantearse qué haría si estuviera en esa situación con su propia familia. En todo este clima delirante, vamos conociendo a cada personaje, sus miserias y fantasmas. A Elena, la hija pródiga que vuelve a casa, encarnada por Carolina Rubio que borda su papel de forma magistral; al hermano de Elena, Martín, Íñigo Azpitarte, y que nos evoca ternura a cada momento, tan falto de amor; al padre, al que interpreta Íñigo Aramburu y que personaliza ese pensamiento positivo tan de moda en las redes sociales. Por último, nos metemos de lleno en la piel de la madre, Begoña, Eva Hache, con quien, literalmente, llega el desternille. Y es que pocas actrices provocan una carcajada en el público con un solo gesto o una mirada, como lo hace Hache.
Lo dicho, tanto si habéis estado en Dublín como si no, tenéis que ir al Teatro Pavón a disfrutar de esta obra.