En el teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional, y hasta el 25 de noviembre de este 2018, está sucediendo uno de esos rarísimos prodigios que apuntalan la fe en el teatro: el Max Estrella de Juan Codina.
“Son las palabras espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo” escribió Ramón del Valle-Inclán en La lámpara maravillosa (1916). Quedaba aún una olimpiada para que el gallego diera a luz —por entregas semanales y en una revista que no podía llamarse de otro modo que España— una de las más altas cimas de nuestro teatro: Luces de bohemia. En los cuatro años que separan las dos obras, Valle-Inclán fue cambiando su centro de gravedad desde un carlismo esteticista y evasivo, alucinado y modernista, hasta lo que algunos han denominado “giro a la izquierda”. De otro modo: hizo de su corazón abanderado del ejército popular de los desheredados, de los poetas caídos, de aquellos que querían extirpar la carne gangrenada del cuerpo de España a golpe de revolución y dinamita, y también de las mujeres de arrabal: huérfanas y viudas de las guerras de los otros. No se trata tanto de un viraje disparatado, como se ha querido señalar, sino de un ejercicio continuo de inconformismo: dos maneras de poner en solfa la realidad, de querer reventar la costura de los días para hacerles un traje mejor.
Los espejos se fueron deformando para mirarnos adentro y conseguir así una de las radiografías más certeras y definitivas de lo que somos, una crítica tan fiera como compasiva de las luces y sombras de esto que llamamos España. Precisamente Iluminaciones en la sombra es el título que el malhadado poeta de la golfemia Alejandro Sawa, contrafigura real de Max Estrella, trató inútilmente de dar a la imprenta. Este fracaso —el libro fue publicado póstumamente- terminó por desbaratar a Sawa, que murió ciego y loco en 1909. Durante una década Valle-Inclán fue convirtiendo a este hidalgo de misterio, a este Homero de la turbamulta castiza, al Filoctetes madrileño en su Max Estrella.
Alfredo Sanzol ha sabido trazar con pulso certero el periplo de Max Estrella y Don Latino por el Madrid absurdo y brillante de la segunda década del siglo. Es esta una pieza dificilísima por su contrastes continuos, por su zigzagueo chispeante de interiores y exteriores, de luces y sombras, de lo popular y lo culto, de escenas íntimas y grandes cuadros, nocherniego y amaneciente. Sanzol ha orillado sabiamente algunas escenas hacia el más radiante teatro popular de sainete y cuplé; este último no aquel cuplé mojigato franquista sino el sicalíptico, el fiero, el republicano, el que precedió al cabaret berlinés y hasta a Kurt Weill y Bertolt Brecht. De ahí la música en directo en esta puesta en escena.
Pedro Yagüe en las luces y Alejandro Andújar en el espacio escénico han escogido lo aparentemente poco para conseguir muchísimo: desnudan la caja teatral para mostrarnos el doloroso juguete. Una teatralidad que no quiere esconderse, que no pretende el realismo, que no necesita más decorado que los cuerpos de los actores y poco más: los espejos, una mesa, unas sillas. Un Madrid en el tuétano.
Llegamos ahora a la molécula del montaje, al raro prodigio del que les hablaba en la introducción de estas líneas. El Max Estrella de Juan Codina… no, no, quizá mejor “el Juan Codina de Max Estrella”. Porque los que hemos tratado de cerca a este actor y maestro de actores, los que hemos tenido la fortuna de departir, porfiar y hasta pendenciar con Codina, hemos reconocido desde siempre su filiación “estelar”. Pertenece por carácter y por talento a la tribu de los brillantes inconformes, como Alonso Quijano, como Valle-Inclán, como Max Estrella…
Desde su estudio en la castiza calle Argumosa se esfuerza por compartir un modo de estar en el teatro, en el cine, en la televisión. Tiene una escuela de actores, que es una empresa quimérica. Por allí se le puede ver muchas veces atacando molinos, braceando contra la porquería del siglo, siempre con la risa de los melancólicos, distinto de casi todos. Con aires de lagartija señorial en las paredes de nuestra realidad, de prestidigitador de los escenarios. Tan vulnerable como fiero. Un tipazo.
En el teatro ha dejado ya momentos memorables. Recuerdo ahora sus interpretaciones en Ahora empiezan las vacaciones, El público o En la luna, papel por el que se llevó el premio Max. Así que Sanzol ha hecho posible lo que era necesario, lo que de evidente era maravilloso. Codina nos regala un Max Estrella que pasma “de naturaca”; ahí donde muchos otros actores se estrellan —en estar ciego, en estar borracho y en morirse, que es de lo más difícil que se puede hacer un escenario sin caer en el ridículo— Codina deja una lección de interpretación tan honda, tan antigua y tan moderna, tan sencilla y compleja, que no queda otra que quitarse el sombrero y hasta tirarle la capa al suelo. Sabe prender con queroseno cuando toca, amagar donde conviene, dice lo más culto con una sencillez absoluta. Qué actor. Estoy convencido de que si lee estas líneas sentirá un muy sano disgusto ante el elogio. Pero lo merece, vaya que si lo merece. En la escena en la que deja el último aliento, la más afamada de todas, la del esperpento, Codina va literalmente deshaciéndose, se vuelve un garabato quevedesco, una sombra doliente y retorcida, hace emerger el alma de Max Estrella desde el cuerpo. Perdonen la broma interna: Señora, mire las lágrimas que me ha dejado.
Gracias Alfredo Sanzol por hacerlo posible. No se pierdan, por favor, este prodigio de actor. Y a usted, maestro Juan Codina: siga haciéndonos la hermosa puñeta de acompañarnos.
Texto Alberto Conejero
Fotos MarcosGpunto