El otro día en el Teatro del Barrio me rendí, en primera fila, para sentir mía la ilusión de un ser entrañable, cargado de imaginación y esperanza, en una Europa de vecinos distanciados; un hombre encerrado en un no-lugar, tras una cortina que no se abriría en cuarenta años y tras la que tantos “Italianeses” quedaron abandonados, varados y encerrados de manera muy concreta por una revancha abstracta y cruel.
Riccardo Rigamonti, nuestro anfitrión, un Odiseo varado, nos va a compartir su recorrido vital con una sonrisa permanente, con los ojos inundados de esperanza, conteniendo una lágrima de emoción y empujándose a seguir el camino de sus ilusiones, de sus sueños de colores improbables: la esperanza en que tu amor volverá cada año para hacer más tierna tu espera; la ilusión de que un día reencontrarás a tu padre y te abrazará como el hijo que abandonó, con la promesa de volver; la ilusión de que un día podrás vivir en tu paraíso, esa patria presentida, idealizada y prohibida, que te abrazará en un reencuentro con banda de música y fuegos artificiales.
Riccardo Rigamonti te lleva de la mano, en presente, compartiendo su carne y su alma con el público, en un acto íntimo de entrega absoluta al personaje, a su historia, al texto, al espacio y al público que le acompañamos en su periplo vital.
Tal vez haya descubierto tarde esta preciosidad, puro teatro esencial sin fisuras, pero ya que lo he descubierto no puedo dejar de recomendar hasta el infinito este acto de amor unipersonal maravillosamente despojado y emocionante así, como lo entrega un actor fundido en el molde del personaje.
¿Tal vez la mejor obra que he visto esta temporada? ¿Tal vez lo mejor que he visto en el off madrileño en años? Todo es subjetivo, esto es solamente una opinión modesta, pero así lo sentí.