Hay musicales que impresionan por su historia y otros por sus voces, pero Los miserables tiene algo más: una precisión técnica que roza lo hipnótico. Desde el primer cambio de escena supe que estaba ante una producción que no solo se ve, sino que se siente. La iluminación es, sin exagerar, uno de los mejores trabajos que he visto en un escenario madrileño: crea profundidad, marca ritmo y transforma espacios en cuestión de segundos sin que el espectador note el movimiento. Todo fluye, todo encaja.
Las transiciones son tan perfectas que parecen coreografías invisibles. La escenografía se mueve como si respirara con los actores, y esa sincronía convierte cada cuadro en una imagen potente, casi cinematográfica. No hay cortes bruscos ni momentos muertos; la obra avanza como un río, con una naturalidad que sorprende para un montaje de esta magnitud.
A nivel interpretativo, las voces están a la altura del mito. Pero lo que de verdad me impactó fue cómo la puesta en escena consigue que canciones tan conocidas cobren vida desde otro ángulo gracias al diseño visual. Es un musical que te envuelve, te sacude y te deja con la sensación de haber visto algo enorme, pero sin la arrogancia del espectáculo vacío: aquí todo tiene sentido.
Los miserables no solo me encantó: me arrasó. Es una experiencia redonda, impecable y emocionante en todos los planos. Al terminar, solo podía pensar que pocas veces un clásico se presenta con tanta claridad y cuidado. Todo está tan afinado que, incluso conociendo la historia, te sorprende.
