Un páramo apenas alejado de una ciudad extranjera. En el monte, una especie de taquilla inteligente organiza los pedidos. Los de ahí: Nuno, Munir, Dani y Eduardo esperan la señal. Recogen el paquete, se montan en la bicicleta y lo entregan. Y otra vez al punto de partida. Hasta nueva orden. Invisibles, tejen la vida, se organizan, se cuidan, desconfían. También está Mirja, mujer oriunda del lugar y Susan, una superviviente y por ello, o a pesar de ello, vital e inclasificable. Todo ellos se entrecruzan en un equilibrio frágil, junto a la máquina que organiza los pedidos y lanza los destinos a sus teléfonos entre palabras ajenas y desconocidas.
Malena Gutiérrez, Nuria Herrero, Gerardo Otero, Nourdin Batán y Fer Fraga dan vida en las tablas del Teatro María Guerrero a Los de ahí en un espectáculo con dramaturgia y dirección de Claudio Tolcachir. Hablamos con el creador argentino sobre este montaje que ahonda en la esencia y universalidad de lo humano.
Los de ahí es el nombre del espectáculo. El título si bien es cortito, e incluso en apariencia muy inespecífico, está muy cargado de significado ¿Por qué lo elegiste?
Claudio Tolcachir: Lo busqué mucho, no fue un título que apareciera fácil. De alguna manera, creo que tiene mucha coherencia con el espectáculo y su intención. Estos personajes que habitan esta obra son, tal vez, esas personas que uno sabe, que uno los ve, que están en una esquina, que uno los vio pasar, pero que no sabe el nombre, que no los puede identificar. Entonces apareció Los de ahí como una forma que tenemos de nombrar a esa gente que está ahí, que está muy cerca y que, sin embargo, no conocemos.
Tú mismo has señalado que esta obra nace para combatir el miedo. ¿Cuál es hoy para ti tu mayor miedo?
C.T.: Creo que la indiferencia, el sentir que perdemos todos; la escala humana de saber que todas las vidas son importantes, todas tienen valor. También creo que por la sobreinformación que tenemos o por no poder gestionar tantas noticias, tal vez, nos anestesiamos un poco. Mi mayor miedo es perder la sensibilidad, volvernos indiferentes al sufrimiento de los otros.
Y a lo largo de la vida, ¿qué presencia ha tenido el miedo en tu vida y cómo ha ido cambiando tu relación con él?
C.T.: Por mi formación, o por cómo es mi familia, siempre he tenido presente el sentido social en la medida de lo que he podido ocuparme o tratar de tener presente; intentar ayudar o tener noción de la existencia de los otros. Todo esto para mí siempre fue algo muy conmovedor y de lo que yo he intentado no desentenderme. Esa sensibilidad existió en mi país y en mi familia.
Seguramente los miedos en mi juventud eran más personales, tenían que ver conmigo y hay algo que cambia todo que es tener hijos. Yo tengo dos hijos chiquititos y realmente la dimensión del amor que uno descubre también se emparenta un poco con la dimensión del miedo. El miedo pasa absolutamente a ellos, al cuidado, a que puedan ser felices, a que puedan desarrollarse, que no les pase nada. Creo que el miedo ahí cambió absolutamente de prioridad. Pero quizás hoy siento o intuyo que el futuro va a exigirnos mucha pelea para defender ciertos derechos que parecían adquiridos.
Vamos a conocer la historia de unos repartidores que viven por y para trabajar y en condiciones de precariedad. ¿Por qué decidiste abordar la crudeza de esta realidad hoy tan cotidiana que está cada vez más potenciada por el consumismo?
C.T.: Fue un encadenado de estímulos. Primero, me interesó mucho la comunidad que se crea de gente que viene de distintos lados con sus historias, mientras esperan. Mostrar esas imágenes que uno tiene aquí muy cerca de mi casa, en Buenos Aires también, de estos chicos tan jóvenes, tan conmovedoramente jóvenes, aunque también cuando trabaja gente más mayor aún lo es más por el grandísimo esfuerzo que supone para esas personas.
Creo que estos personajes, por un lado, cuentan una historia real que nos involucra, porque todos llamamos o todos nos cruzamos con las bicicletas, o sea, que somos parte o cómplices de su existencia, pero al mismo tiempo uno puede sentir que no está tan lejos de ser el rider de otros, de ocupar ese lugar en el mundo donde otros deciden, donde otros son dueños, donde otros me llaman.
De alguna manera lo interesante del teatro es que uno pueda ponerse en el lugar del otro y entender que tal vez no es tan distinto porque, en definitiva, todos arrastran un amor, persiguen un sueño, extrañan a su familia, tienen miedo de perder a un amigo o intentan criar a sus hijos. Las historias afectivas vinculares son las mismas en cualquier ciudad, en cualquier lengua. Como me dijo una espectadora en Avilés cuando hicimos la función allí: «Los sentimientos no tienen idioma». Para mí fue muy bello que lo dijera porque, de alguna manera, es la intención de la obra.
Nos adentramos en las pequeñas vidas de unos seres ignorados de quienes no recordaríamos ni sus rostros ni sus nombres. ¿Cómo crees que podría ser posible combatir esta imparable deshumanización social que se está agravando aún más en las grandes ciudades?
C.T.: Dos cosas me vienen a la cabeza: por un lado, votando bien, votando a quien nos pueda cuidar y a quien, como pasa lamentablemente en mi país ahora, no deshumaniza a los viejos, a los científicos, a los artistas, a los trabajadores. Creo que, tal vez, viniendo de un país que sufrió tanto el dolor de la dictadura, sigo teniendo alguna ilusión en la democracia. Y, por otro lado, creo que cada acción cotidiana nuestra, la forma en que nos tratamos, en que observamos a los demás, esa micro militancia que tiene que ver con el trato que nos damos unos a otros también modifica el mundo.
Esta obra no tenía, a priori, la intención de ser una obra de denuncia, porque simplemente es un pantallazo de la vida de esta gente. Pero, sin embargo, me doy cuenta de que nació y está impregnada de algo que se siente: hay un plan de vida en el que mucha gente se queda fuera del sistema y esa situación en esta gente, por supuesto, provoca dolor y también provoca violencia. Y si no lo vemos, nos hacemos cómplices.
Los protagonistas de la obra sobreviven en un país extranjero al que llegaron con la esperanza de un futuro posible y mejor. Como persona migrante, ¿cómo ves esta situación en la actualidad?
C.T.: Ese es el tema de nuestro tiempo. Sin embargo, no es nuevo. Argentina está hecha de inmigración. La mayoría de nosotros somos nietos de inmigrantes, la mayoría europeos que han ido a América del Sur en su momento, y estas oleadas de ida y de vuelta han existido siempre. Tal vez lo que sucede ahora es que, como bien decías vos, la fuerza del capitalismo, el sistema económico hace que la justicia o que el reparto sea cada vez más brusco, ¿no?
Por supuesto que tenemos que tener una mirada sobre eso que nosotros mismos de alguna manera provocamos. Porque uno cuando se compra una ropa muy barata, aprovecha una oferta o llama por teléfono para que le traigan la comida bajo la lluvia, ¿qué responsabilidad estoy teniendo yo en la vida de los demás? Resulta interesante contar una historia que nos involucre, porque nosotros estamos del otro lado del teléfono. Seguramente seremos mejores personas o mejores sociedades si nos acordamos de que esa es una vida y que merece ser disfrutada también.
Todo es mucho más sencillo cuando a uno no le toca de cerca. Pero cuando una realidad forma parte de tu vida de forma directa o indirecta la percepción de la misma cambia radicalmente.
C.T.: La gran función del teatro o de la ficción en general es ponerse en el lugar del otro, poder estar un rato en ese universo y darme cuenta de cómo es vivir, de qué cosas tenemos en común, qué sentimientos compartimos y qué nos importe; algo tan profundo y tan simple como que nos importe.
Efectivamente, el teatro es el gran transformador social; es ese espejo que nos pone frente a nuestras miserias humanas. Para ti, ¿cuál sería el reflejo que nos muestra este espectáculo?
C.T.: El valor de cada vida, el valor de todas las vidas. El detenerse. Hay una velocidad en cómo vivimos que pasamos por delante de las cosas, y creo que esta obra para mí un poco es el juego de detener el coche y darme tiempo a observar la vida de esta gente y descubrir quiénes son, qué historias traen, cuáles son sus nombres, sus ojos, sus emociones. Considero que cuando uno conecta con esa humanidad ya no es el mismo, ya no puede seguir la marcha.
Pero, a veces, es necesario el tiempo de detenerse, de sacar la mirada de la pantalla y ver a las personas que están viviendo. Insisto, seguramente, yo miro a mis hijos y pienso qué vida van a tener, qué felicidad les puede tocar y lo mismo a tantos otros chicos que por ahí tengan mayores dificultades que los míos en tener un futuro. Considero que es importante para todos conectar con eso.
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