Es propio del teatro sembrar contradicciones, alimentar maravillas; es misión del teatro perseguir el siguiente milagro: que la historia, arrumbada por el tiempo, y la mitología, convertida en voz polvorienta, sean durante el tiempo de la representación criaturas recién nacidas, hambrientas de presente, desesperadas por vivir, pura presencia.
Quizá hace muchos siglos, en algún lugar, existió el mago capaz de hipnotizar a los espectadores de un teatro abarrotado y convencerles de que habían presenciado una actuación sublime. Quizá existió y quizá vuelva a existir… pero mientras tanto las mujeres y hombres del teatro se afanan, muchísimas veces en condiciones precarias y con precarios medios, en levantar un sueño fugitivo que compartir con los espectadores. Porque, afortunadamente, los sueños y ensueños son aún libres, al alcance de todos.
A cambio el teatro le pide a los espectadores algo que les perteneció de niños y que pese a las fatigas del día a día y el ruido de eso que llamamos “realidad” aún les pertenece; el teatro pide a sus espectadores que vuelvan a creer (que es crear), que vuelvan a jugar (que es vivir más libres). Por eso el mejor público es aquel que de adulto sigue acudiendo a las representaciones de títeres, aquel que puede deshacerse de la obstinada incredulidad, de su resistencia a jugar, hasta llegar al punto de gritar, por ejemplo a Edipo: ¡No te cases con Yocasta, ella es tu madre!
Y aunque no lleguemos a ese extremo, sucede a veces la magia del teatro y un grupo de espectadores, que al sentarse formaban una masa fría, se descongela ante el calor de una idea o una emoción que llega desde la escena, que les era extraña, pero que ahora toman como propia. Ese grupo de espectadores se convierten en una sola persona, en un alma casi infantil, porque han dejado sus creencias y sus opiniones en el guardarropa… y ya no pueden recogerlas a la salida porque ya no son las mismas.
La admiración y asombro verdaderos no nacen cuando se comparten ideas y opiniones propias sino cuando de repente nos descubrimos compartiendo historias e ideas que no eran las nuestras… pero que ya no pueden dejar de ser nuestras. Porque los intérpretes las han hecho vivir en nosotros haciéndolas vivas para nosotros.
Finalmente el teatro es una forma de amor; ya que en el amor los contrarios terminan por celebrar su casamiento. ¿Acaso no es el teatro el mejor de ósmosis, de ese proceso natural de absorción vital? Por eso los grandes intérpretes son aquellos que dan la impresión de estar siempre en el alambre, inventado un texto para no caerse al vacío, ofreciendo a cada uno de los espectadores la fragilidad de su cuerpo, una palabra escogida para cada una de las personas que lo acompañan en esa función, esa palabra amenazada ante la infinitud del silencio del que nace y al que se dirige.
Incluso Francia —y aquí ponga o diga cada cual la tierra propia— tan incrédula, tan reacia a veces al sueño, en donde el individualismo feroz de muchos no nos permite formar un “nosotros”, tampoco en el teatro, viene a demostrar en el Teatro de las Naciones cuánta sed y hambre tiene de un entretenimiento que no sea frívolo. Compañías de primer orden han traído hasta aquí maravillosas obras en sus propios idiomas, y gracias a la intensidad de la interpretación de sus actores, han logrado seducir a un público que difícilmente imaginábamos capaz de olvidar su propio idioma y sus propios asuntos para interesarse en los de otras personas.
El Día Mundial del Teatro marca la ocasión en que el asombroso matrimonio de lo singular y lo plural, de lo objetivo y de lo subjetivo, de lo consciente y de lo inconsciente, le muestra al mundo las criaturas extraordinarias que ha producido.
Porque muchos de los enfrentamientos y de las discordias de nuestro tiempo nacen de entender los distintos idiomas como una trinchera y no como un puente. Y la voluntad del teatro es siempre la de aunar contrarios, poner cerca lo lejano, hacer presente lo ausente. Ojalá que las naciones gracias a estas Jornadas Mundiales de Teatro se dieran cuenta de la belleza de los demás y trabajaran juntas en la empresa de la paz.
Nietzsche dijo que las ideas que pueden cambiarle el rostro al mundo llegarían hasta nosotros en el vuelo de una paloma. Un teatro que no sea mera distracción puede ser un anclaje de la humanidad a la deriva. Los jóvenes del mundo saldrían mejores después de pasar por esta universidad viva y brillante, donde las conferencias tienen sangre y alma, y en la que las obras del ingenio humano se muestran con su fiereza original, sin diluirse en la clausura del estudio solitario.
Yo añado: dicen que la tecnología ha asestado el golpe mortal al teatro. No me lo creo, y puesto que el Instituto Nacional del Teatro me ha pedido que tome la palabra en su nombre, declaro, como antes se hacían con los soberanos, y modificando apenas la fórmula: si el Teatro ha muerto, ¡viva el Teatro!.
P.S.
Lo que acaban de leer es una traducción muy libre —tan libre que a veces no es traducción sino diálogo— del mensaje escrito en 1962 por Jean Cocteau para el primer Día Mundial del Teatro. Fue leído el 27 de marzo de ese mismo año, cuando se inauguró la temporada del Teatro de las Naciones en París; desde entonces es la fecha escogida para la celebración de nuestro día. Yo quiero pensar, por qué no, que lo celebramos también al final de marzo por las Grandes Dionisias en Atenas, que tenían lugar en el mes lunar de Elafibolión, y que coincidía más o menos con nuestro actual mes de marzo; es entonces cuando el rumor de los ciervos consagrados a Ártemis (de ahí el nombre del mes en griego) se hacía más poderoso, y los mares volvían a ser navegables, y los campos y sembrados respiraban aliviados en la nueva luz; cuando el invierno, por fin, daba paso a la primavera, y la ciudad celebraba al dios que nació dos veces.
Y lo he traducido no sólo porque fue el primer mensaje de este día tan especial para todos los que amamos el teatro sino porque sus sentidos me parecen hoy más oportunos que nunca. Porque la “universidad viva y brillante” del teatro sigue egresando a mujeres y hombres más libres y más dispuestos a la duda, porque necesitamos, ¡y de qué manera!, gente dispuesta a dejar sus certezas en el guardarropa cuando llega al teatro y que no pueda recogerlas a la salida de la función porque éstas, sus certezas, ya no sean exactamente las mismas. Chapó, maestro Cocteau.
Alberto Conejero / @alberconejero