«Carmen Laforet querida:
Me acuerdo mucho de ti. […]»
«Queridísima Elena [Fortún] mía:
Te debo esta carta que te escribo hoy […]»
Encabezamientos como estos dan inicio a las 46 cartas que se intercambiaron las escritoras Carmen Laforet y Elena Fortún entre los años 1947 y 1952. Misivas recogidas en el libro De corazón y alma, y que cobrarán vida en el montaje Cartas vivas, dirigido por Paula Paz en el teatro de La Abadía entre el 26 de enero y el 5 de marzo.
Elena Fortún (1886-1952) comienza este epistolario en 1947 felicitando a la joven escritora Carmen Laforet (1921-2004), reciente ganadora del Premio Nadal, que a su vez muestra su admiración a la creadora de Celia, el personaje más importante de la literatura infantil y juvenil española, que tanto la había inspirado.
Paula Paz, cofundadora y directora artística del Teatro Cervantes de Londres y de la Spanish Theatre Company, asume el nada desdeñable reto de dar vida en tres dimensiones a lo que hasta ahora solo formaba parte del papel. Temas como la escritura, la maternidad, la identidad, la libertad o la religión son los asuntos principales que atraviesan este intercambio de cartas entre dos mujeres —en escena las actrices Paula Rodríguez y Elena Sanz— con una diferencia de edad de 35 años.
Paula Paz, en conversación con TeatroMadrid, desvela la importancia de estar cartas, a partir de la interpretación de algunos fragmentos, y el interés que puede provocar en el público.
¿Cuál es la motivación para sacar las cartas entre Carmen Laforet y Elena Fortún del papel y traerlas a escena?
Esto llegó a través de una propuesta de Nuria Capdevilla, catedrática de la Universidad de Exeter, que tiene un proyecto llamado Cartas Vivas (apoyado por la Fundación Banco Santader), para sacar a la luz testimonios de mujeres españolas escritoras, pensadoras… de principios del siglo XX. Me planteó que esta información que está en la web en forma de cápsulas audiovisuales se podría llevar a escena. Acepté, pero en lugar de como una simple lectura de cartas, como una obra teatral. En particular, este epistolario De corazón y alma, entre Carmen Laforet y Elena Fortún, me llamó la atención y me pareció muy buen punto de partida para hacer una obra de teatro. A partir de ahí ya me puse a investigar, a trabajar los textos, a destilar la esencia y a crear la dramaturgia.
La siguiente pregunta es obligada. ¿Cómo resuelves dramatúrgicamente levantar en escena algo tan estático como un epistolario?
Fue muy difícil. Las cartas solas en un escenario no se pueden sostener. Es muy difícil mantener a un espectador más de 5 minutos simplemente con la lectura de las cartas. Para mí era esencial levantar las cartas del papel, que hubiera diferentes niveles de narrativa a la vez y en constante evolución. Sin revelar mucho, tenemos a Elena y a Carmen escribiendo y leyendo las cartas –algo más naturalista–, y luego cómo eso está integrado en el cuerpo, cómo se va moviendo por el espacio, cómo llega un punto en el que se encuentran las dos. Solo hay dos cartas completas. La mayoría están divididas en mini secciones según temáticas.
«Lástima que yo no sea más joven o que tú no seas más vieja. Hacer el mismo camino al mismo tiempo habría sido una buena cosa», escribe Elena Fortún en los últimos años de su vida a Laforet. ¿Qué favoreció salvar esos 35 años de diferencia entre ambas para consolidar una amistad tan profunda?
Creo que la clave está, por parte de Carmen, en que Elena Fortún fue su mejor amiga imaginaria desde que era chiquitita; la tenía en sus pensamientos como su ángel de la guarda, su madre imaginaria, su mentora, su referente… Y llega un momento en que se la encuentre y puedan ir cultivando esta relación, que no fue tanto en persona porque tuvieron muy poquitos encuentros. Y luego Elena Fortún era muy amiga de sus amigas, un pilar esencial entre las mujeres de esa época, era como el vértice, todas confluían en ella.
Justamente esa sororidad está presente en el epistolario. «El libro de Elena [Quiroga, Premio Nadal en 1950 por Viento del Norte] ha dado de sí, por lo menos, lo que ella quería. Además, es una mujer, y por eso me gustaría que tenga éxito». Carmen Laforet celebra el reconocimiento a otra escritora.
Eso es, Elena Fortún estaba todo el rato apoyando a las mujeres y era como el punto de encuentro de muchísimas mujeres de esa época. Y reconoce evidentemente en Carmen Laforet a un talento descomunal y así lo dice en la primera carta: «Usted es un genio». Realmente es una relación muy bella la que tienen las dos.
«Te quiero mucho más de lo que tú supones, querida mía». «Yo no sé si te admiro más que te quiero, o al revés». «Tú sin saberlo has sido un poco mi madre, o un mucho, y yo te quiero así, sin reservas». ¿Estas manifestaciones de amor de Carmen Laforet eran habituales en una época de tanta represión emocional y afectiva?
La verdad es que no te sabría decir, pero mi intuición me dice que no eran habituales. En este caso es algo como muy especial, enseguida ellas dos consiguen llegar a una intimidad, a una profundidad. También creo que la relación epistolar ayuda a que esos sentimientos se puedan poner mejor en palabra.
También ponemos nombre hoy al síndrome de la impostora, pero ya estas escritoras lo sufrían quizá sin saberlo. «Mi novela unas veces me gusta y otras no. […] A veces pienso, querida mía, que yo no soy novelista ni nada parecido». Lo dice nada más y nada menos que Carmen Laforet, Premio Nadal por su primera novela, Nada.
Nos viene muy bien a las mujeres de hoy en día escuchar esto en el escenario porque ves que nos sigue pasando algo que pasaba a mediados del siglo pasado ¡a Carmen Laforet! Todavía hay mucho camino por recorrer. Y qué importante el hecho de que las mujeres nos estemos apoyando en ese sentido las unas a las otras y siempre haya una amiga al otro lado que te diga: «No, cuidado», y que te haga ver las cosas.
Confiesa Laforet a Fortún: «Mis hijas me gustan mucho. Creo que van a ser listas. Yo les digo siempre que cuando sean mayores podrán hacer todo lo que les dé la gana. Todo para que se hagan a la idea de que el mundo puede ser suyo». Llama la atención un mensaje como este a mediados del siglo XX.
No eran habituales estos roles ni tampoco mujeres con tanto éxito en esa época, en plena dictadura, que tenían reconocimiento no solo por parte de la industria sino también a nivel social, de la crítica, con independencia económica… Sobre todo por parte de Elena Fortún, primera espada, a la que la venta de sus libros le generaba mucho dinero.
Pero no llegaron a entrar en el canon, como hubiera ocurrido con un señor en esas mismas circunstancias.
Eso es. Para mí esa es una de las reivindicaciones de esta obra. Estas mujeres son números uno de nuestra literatura pero no han tenido el reconocimiento. Hay otros autores hombres de su generación a los que se lee en los colegios, pero a ellas no. Y parece que tenemos que estar haciendo un esfuerzo extra constantemente para que no sean olvidadas. Ese esfuerzo estoy feliz de hacerlo, pero ojalá llegue un momento en el que eso no sea necesario.
«Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. […] Rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz. Elena, la gracia tal como la he recibido es la felicidad más completa que existe» ¿Cómo conjugan su feminismo dos mujeres que al tiempo se muestran tan creyentes y entregadas al sentir religioso hace más de 70 años?
Me parece un ejemplo perfecto de cómo de repente el feminismo y la espiritualidad no están reñidas, sino que se dan la mano y encajan perfectamente. Las dos eran tremendamente espirituales. Evidentemente Elena, mucho más mayor, llevaba un recorrido de investigación en la espiritualidad y en la religión cristiana. En el caso de Carmen Laforet es fundamental el momento en el que ella conoce a Lilí Álvarez; se ve en las cartas que es una revolución en su vida a todos los niveles. Es una figura fascinante que también merecería otra obra de teatro: una deportista de élite que participó en los juegos olímpicos, aristócrata, una mujer con muchísima fuerza vital, extremadamente religiosa, pero que entendía la religiosidad de otra forma. Entendía el cuerpo como un templo, y el ejercicio y el placer del cuerpo eran una forma de cuidar el santuario de dios.
Son mujeres fascinantes. Claramente fueron avanzadas a su tiempo cuando también tuvieron vidas familiares complicadas.
Eso me lleva también a otra de las temáticas que cubrimos en la obra de teatro que es la del sufrimiento. En el caso de Elena Fortún, con la enfermedad, con la muerte de su hijo y el suicidio del marido, que siente como una carga porque la relación nunca fue buena y en un momento dice que se tendría que haber divorciado antes. Y Elena también le dice a Carmen: «Disfrute de la vida familiar pero usted tiene que escribir, dígaselo a su marido».
Justo he intentado reflejar esto en la obra: ese sufrimiento del cuerpo y la enfermedad en el caso de Elena Fortún, que viene de todos los impactos que ha tenido en su vida; y para Carmen Laforet el sufrimiento es la escritura, con la que estaba en constante lucha: escribía y rompía.
Después del trabajo con todo el material que has manejado, ¿qué crees que aportarán hoy las cartas entre Carmen Laforet y Elena Fortún al público que se siente en el patio de butacas?
Siempre tengo al público en la cabeza cuando empiezo a crear una pieza o estoy trabajando en la dirección de una obra. Veo a diferentes tipos de público que se puede sentar en las butacas del teatro de La Abadía. Hay un público que conoce muy bien a Carmen Laforet y a Elena Fortún, probablemente a través de su escritura y no tanto a través de sus cartas, con lo cual es abrir una puerta a una información completamente nueva. Luego, para la gente que a lo mejor solo ha leído Nada, me gustaría que esto fuera un aliciente y que al salir del teatro quiera leerse Celia, quiera leerlo todo.
Quiero invitar a esto desde una conexión muy directa a la vida, a lo personal de estas dos autoras. Todo ello mostrado como si el tiempo pasado se hubiese suspendido y de repente como espectadores tenemos la oportunidad de abrir una ventanita y asomarnos a esas realidades.
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