Una casa en la montaña

Una casa en la montaña

La afición teatrera madrileña recordará un montaje que dio que hablar en su momento, a pequeña escala, hace 12 años. Su título era Vamos a por Guti y estuvo en la carabanchelera sala Tarambana. Era la presentación en Madrid de Projecte NISU, colectivo catalán donde Albert Boronat ejercía de autor. Uno de los actores de aquella obra, Sergi Torrecilla, sigue junto a Boronat en esta otra perla que nos trae ahora al Festival de Otoño. Boronat lleva unos años en entente cordial y creativa con Andrés Lima, facturando tremendos éxitos como las dos partes de Shock o Prostitución. Esto que presenta aquí, sin embargo, no tiene esa factura tan espectacular, va más allá de lo que llamamos pequeño formato. Es un formato íntimo más bien. Si al leer los nombres de Boronat y Torrecilla juntos nos acordábamos de Vamos a por Guti, al ver la propuesta que hay detrás de Una casa en la montaña volvemos un par de lustros atrás para revivir aquella explosión de teatro íntimo que tuvo lugar en Madrid con lo que aportaron espacios como La casa de la portera o La trastienda.

Sinopsis

Una casa en la montaña es, básicamente, un encuentro. Un encuentro entre un dramaturgo-director (Boronat), dos actores (Torrecilla y Javier Beltrán) y 20 personas que conforman un público, aunque más bien podría considerarse un grupo de invitados que se reúnen en una mesa para compartir comida, bebida y compañía y para convocar el gesto más esencial y ancestral del teatro: contar historias. Desde que la humanidad es llamada como tal, contar una historia en torno a una hoguera o alrededor de una mesa es un acto mágico que constituye el “nosotros”. Los asistentes se reconocen como iguales en el aquí y el ahora, en la confortabilidad de imaginar juntos, actividad individual y comunitaria a la vez. Y Una casa en la montaña no es más que eso, compartir comida, bebida y tiempo.

¿Y cuál es la historia que se cuenta? Pues es la historia de dos hombres reunidos en una solitaria casa en medio de la montaña. No sabemos nada de ellos, pero hay algo seguro: uno de ellos debe acabar con el otro. ¿Quién matará a quién? Dependerá de sus decisiones. “Una casa en la montaña -explica Boronat- hace explotar el universo de la expectativa convirtiéndose en una máquina en la que cualquier evento es posible. Cada decisión abre una puerta de entrada a la visibilización de distintos mundos posibles que resuenan entre sí. Esta casa alberga drama, poesía, ciencia-ficción, filosofía, crimen… y también a Wittgenstein”.

Hablar de Wittgenstein es hablar del lenguaje, porque en esta obra, más allá de utilizar únicamente el lenguaje como herramienta central de la propuesta, el lenguaje es propiamente un tema. ¿Qué posibilidades abren las palabras? ¿Qué sentido tienen en su relación con la realidad? Y si el lenguaje es tema, el silencio es contratema, porque el silencio es “ese espacio de excepción en el que el Ser se puede hacer presente poniendo de manifiesto la posibilidad de nuestras voluntades”, dice Boronat, dejando ver su amor por la filosofía del lenguaje. No nos espantemos, la obra es más un juego que un galimatías filosófico, es una propuesta lúdica que convoca risas y suspense. Poética a la vez que irreverente, confía sobre todo en la inteligencia de ese pequeño núcleo de espectadores dispuesto en torno a la mesa, abrazado cálidamente en un refugio compartido. La casa, en este caso, se hará posible en una atalaya del saber madrileño, el Círculo de Bellas Artes, que después de varios años ausente, vuelve a ser, felizmente, un espacio de acogida para el Festival de Otoño. Concretamente, la obra tendrá lugar no en un espacio teatral al uso, sino en un extremo del extraordinario Salón de Baile del Círculo, en un lugar acotado que tendrá como telón de fondo el amplio ventanal que da a la calle Alcalá.

Duración:
Idioma:
Castellano
Sinopsis

Una casa en la montaña es, básicamente, un encuentro. Un encuentro entre un dramaturgo-director (Boronat), dos actores (Torrecilla y Javier Beltrán) y 20 personas que conforman un público, aunque más bien podría considerarse un grupo de invitados que se reúnen en una mesa para compartir comida, bebida y compañía y para convocar el gesto más esencial y ancestral del teatro: contar historias. Desde que la humanidad es llamada como tal, contar una historia en torno a una hoguera o alrededor de una mesa es un acto mágico que constituye el “nosotros”. Los asistentes se reconocen como iguales en el aquí y el ahora, en la confortabilidad de imaginar juntos, actividad individual y comunitaria a la vez. Y Una casa en la montaña no es más que eso, compartir comida, bebida y tiempo.

¿Y cuál es la historia que se cuenta? Pues es la historia de dos hombres reunidos en una solitaria casa en medio de la montaña. No sabemos nada de ellos, pero hay algo seguro: uno de ellos debe acabar con el otro. ¿Quién matará a quién? Dependerá de sus decisiones. “Una casa en la montaña -explica Boronat- hace explotar el universo de la expectativa convirtiéndose en una máquina en la que cualquier evento es posible. Cada decisión abre una puerta de entrada a la visibilización de distintos mundos posibles que resuenan entre sí. Esta casa alberga drama, poesía, ciencia-ficción, filosofía, crimen… y también a Wittgenstein”.

Hablar de Wittgenstein es hablar del lenguaje, porque en esta obra, más allá de utilizar únicamente el lenguaje como herramienta central de la propuesta, el lenguaje es propiamente un tema. ¿Qué posibilidades abren las palabras? ¿Qué sentido tienen en su relación con la realidad? Y si el lenguaje es tema, el silencio es contratema, porque el silencio es “ese espacio de excepción en el que el Ser se puede hacer presente poniendo de manifiesto la posibilidad de nuestras voluntades”, dice Boronat, dejando ver su amor por la filosofía del lenguaje. No nos espantemos, la obra es más un juego que un galimatías filosófico, es una propuesta lúdica que convoca risas y suspense. Poética a la vez que irreverente, confía sobre todo en la inteligencia de ese pequeño núcleo de espectadores dispuesto en torno a la mesa, abrazado cálidamente en un refugio compartido. La casa, en este caso, se hará posible en una atalaya del saber madrileño, el Círculo de Bellas Artes, que después de varios años ausente, vuelve a ser, felizmente, un espacio de acogida para el Festival de Otoño. Concretamente, la obra tendrá lugar no en un espacio teatral al uso, sino en un extremo del extraordinario Salón de Baile del Círculo, en un lugar acotado que tendrá como telón de fondo el amplio ventanal que da a la calle Alcalá.

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