Puede que antes de abordar cómo hacer presente la zarzuela —la forma más singular de nuestro teatro musical clásico—, debiéramos preguntarnos cuándo se abrió la herida, en qué momento se creó un teatro al que le faltara la música, cuándo se instauró la palabra por encima de todo, en el centro de todo, arrinconando el resto de sentidos, aquellos que no necesitaban del logos para revelarse. Curiosamente, en un país tan rico de música y músicos como el nuestro, esta fractura es especialmente significativa, tan amplia que a veces pareciera irremediable.
Las respuestas a estas preguntas son tantas y tan prolijas que, por fuerza, la afirmación que sigue es insatisfactoria: la pérdida funcional de la música de la tragedia griega. Esta pérdida es más lastimosa incluso que la de la policromía de las estatuas y de los templos clásicos. La reinvención conceptual que el neoclasicismo hizo de la Grecia clásica (en la que el pretendido blanco era el epítome del equilibrio de aquella cultura) saltó por los aires cuando la ciencia devolvió el colorido a aquellas figuras, paradójicamente mucho más cercanas a la policromía bizantina y luego otomana.
No obstante, la música de la tragedia griega se ha perdido para siempre, más allá de que se conserven un par de fragmentos. Esa ausencia es la que sigue permitiendo una consideración tan poco sensorial de la tragedia griega, ignorada en su dimensión espectacular. En El drama musical griego, Nietzsche lamentaba esta orfandad irremediable:
Frente a una tragedia griega somos incompetentes porque en buena parte su efecto principal, descansaba sobre un elemento que se nos ha perdido: la música […] su tarea era la de trocar la pasión del dios y del héroe en una fortísima compasión en los oyentes. Sin duda esa misma tarea la tiene también la palabra, mas para ésta es mucho más difícil resolverla y sólo puede hacerlo con rodeos. La palabra actúa primero sobre el mundo conceptual, y sólo a partir de él lo hace sobre el sentimiento, más aún, con bastante frecuencia no alcanza en modo alguno su meta, dada la longitud del camino. En cambio, la música toca directamente el corazón, puesto que es el verdadero lenguaje universal que en todas partes se comprende.
La ópera nació como un intento de recuperar el verdadero espíritu de la tragedia griega. La Camerata Florentina quería devolver así la música al corazón de la experiencia teatral. Muy pronto nuestros autores nacionales, con Lope de Vega y Calderón de la Barca como los primeros de sus entusiastas, quisieron importar esa “cosa nueva en España”, en palabras de Lope, y que vino a llamarse “zarzuela”.
Todas las naciones europeas buscaron formas nacionales de teatro musical, a menudo después de intensas querellas sobre la verosimilitud, la desviación respecto al modelo italiano, la relación entre música y texto, etc. El teatro musical en España no es ajeno a estas querellas y disputas entre lo que es o deja de ser la zarzuela; tampoco es ajeno a la curiosa nacionalización del melólogo, al deslinde entre zarzuela grande y chica, zarzuela y revista, el teatro por horas y el género ínfimo o sicalíptico, etc.
Volvamos al corazón de estas líneas y a la música, tomando como pértiga la expresión sencilla y rotunda de Nietzsche: “La música que toca directamente el corazón”. Esta nostalgia luminosa —o quizá deseo— de la condición musical del teatro es el centro de gravedad del acercamiento de Pablo Messiez a la zarzuela. En uno de los momentos más brillantes del nuevo libreto, uno de los personajes, ahogado en calor, suplica: “¡Quiero una música, quiero una música, necesito escuchar cantar!”.
La música se convierte en la razón primera de esta puesta en escena. Cuando Daniel Bianco le propuso capitanear la tercera entrega del Proyecto Zarza, que busca acercar la zarzuela a los más jóvenes, Messiez aceptó con la condición de poder generar un libreto nuevo. Me lo explica así: “Desde mi experiencia diría que esta cualidad de la zarzuela de escritura para consumo inmediato, hace que los libretos tengan poco o ningún interés. Ya no por los valores que sustentan (que es lógico que sean los que son, naciendo en el marco de otra hegemonía distinta a la actual) sino por el tipo de escritura. Creo entonces que para poder montar una Zarzuela hay que poder reescribir el libreto. (O al menos siempre tuve claro que si no podía reescribir el libreto no la hacía.) El modo de serle fiel al género, es tomar sus lógicas y repensar sus temas tal y como están resonando en el presente, si es que están, claro. Y sobre todo, dejar que la música mande. Eso es lo que más me ha enseñado este proceso. Que el misterio está en la música (también en la de las palabras). La música (que terminó siendo la protagonista de la versión, también como tema) sigue ahí, aquí, resonando. Y creo que las claves están ahí. En escucharla y dejarse hacer por sus ritmos, sus intensidades, su capacidad de tocarnos como una mano.”
No es la primera vez, desde luego, que esto sucede en nuestros escenarios. La historia del teatro es la historia de la reescritura, del contrafactum, de la refundición y de la parodia. No obstante, la zarzuela es un género sometido a un escrutinio que también es ideológico. Sin duda, una “forma nacional” de teatro musical no puede ser ajena a lo que los garantes de esa tradición (o quizá de lo que creen que es lo tradicional en la zarzuela) esperan de ella.
Pablo ha escrito un nuevo libreto para la música de Tomás Bretón. Nos encontramos en un centro cultural de barrio en el que va a suceder, entre otras cosas, La verbena de La Paloma. Es el Madrid de ahora abrazando al Madrid de antes, generando un tercer Madrid, uno que solo puede ser en el teatro. Nos presenta un Madrid eterno, de ahora y de antes, de tradición y presente; Madrid que es siempre una cosa y otra, rompeolas de todas las Españas y ahora de tantísimos rincones de este mundo. Esta condición de ciudad plurinacional, abierta a todos los puntos de la geografía, es uno de los pilares del nuevo libreto.
El texto de Messiez dialoga con los conocidísimos cantables de Ricardo de la Vega, entrelazando textos propios con los del libretista madrileño, celebrando la vida y el verano, celebrando la música, celebrando la zarzuela desde un nuevo arte de hacer zarzuelas. Y la música, la música está en el centro de todo, devolviéndonos su condición misteriosa, capaz de obrar incluso milagros, como nuestra Señora de la Paloma. Sirva esto de La verbena de La Paloma de Bretón, de la Vega y Messiez como emocionante ejemplo y cierre de estas líneas:
Mire, le voy a contar una cosa.
Mi abuela se llama Mari Pepa.
Pero se le ha olvidado.
Desde hace un tiempo no sabe quién es.
Desde que murió mi abuelo
no sabe quién es.
Ni quién soy yo.
No sabe en dónde está
ni qué está haciendo.
Excepto cuando le canto
“Mari Pepa de mi vida”
como le cantaba mi abuelo.
Y ahí, casi siempre
por un momento
vuelve a ser ella.
Y vuelvo a ser yo.
Ahí me mira fijamente.
Ahí le brillan los ojos.
Y no porque entienda las palabras.
No se trata de entender las palabras.
Es la música.
Es la música
lo que llega hasta ahí,
lo que entra por sus oídos y llega
hasta su corazón
y la hace volver
a estar conmigo.
Así que si quiere cantar,
cante.
Pero porque lo necesita.
Porque lo ama.
No para demostrarnos nada.
Que aquí no hay nada que entender.
Nada que se pueda explicar con palabras.
Alberto Conejero / @alberconejero
Fotos Teatro de la Zarzuela y Pablo Messiez