Se acaba de cambiar de ropa. Carmelo Gómez ha llegado a la entrevista en bicicleta asegurando que es una gozada hacerse 10 km desde su casa hasta el teatro atravesando este Madrid lleno de coches. Se sirve un café y saborea con gusto el primer sorbo. Dice sentirse bien. Parece estar en un buen momento y quiere transmitirlo.
El 22 de mayo vuelve al teatro Bellas Artes la obra Las guerras de nuestros antepasados, una adaptación de la novela homónima de Miguel Delibes, dirigida por el argentino Claudio Tolcachir. En la función, Pacífico, el personaje protagonista ahora en prisión, en conversaciones con el psiquiatra de la cárcel hace un repaso de su infancia y de las historias de las guerras que le contaban el Abue, el Bisa y Padre. En esas vivencias se fraguó su destino.
Que una obra que se publicó en 1975, coincidiendo con el fin de la posguerra y la dictadura, mantenga hoy plena vigencia, ¿qué dice de nosotros?
Está muy claro lo que somos. Todos los filósofos de todos los tiempos han coincidido en que somos muy contradictorios, que tenemos la guerra dentro de nuestra génesis porque somos cien por cien competitivos; desde que los primeros hombres luchaban por los terrenos de caza. Los animales también lo hacen, pero nosotros tenemos capacidad de razonar y tenemos niveles éticos que tienen que ver con la convivencia, con la sociabilidad, que nos hacen seres racionales. Y deberíamos poner la racionalidad al servicio del orden, pero no parece que gane.
Y esto es lo que realmente hoy para mí es un debate importante. Hasta qué punto todos hemos ido a grandes colegios, y los chavales se matan por la calle por cuatro chorradas, el sexo nunca ha sido más bestial y más brutal, las mujeres nunca han sido más cosificadas. ¿Qué pasa aquí? ¿Para qué nos ha servido ir a colegios buenos? Son las herencias.
Precisamente en la obra Las guerras de nuestros antepasados se habla de esas herencias. ¿Cómo se hereda la violencia de generación en generación?
Es muy sencillo. En los comentarios de casa, donde uno habla sin pudor de muchas cosas que son pura emoción pero que no se tienen del todo organizadas. Para un niño, lo digo por experiencia, que estás absorbiendo todo, que estás aprendiendo de cada gesto de tu padre y de tu madre, como estén equivocados, estás luchando contra eso hasta que lo quitas de tu vida.
Por ejemplo yo he tenido un padre que siempre decía que estábamos perfectamente hechos para una guerra civil en España, y acabábamos de salir de una. Todo eso te cala. Son atavismos. Está en las costumbres, en los medios de comunicación… Todos estos chistes de negros, de mujeres… hasta hace muy poco eran una cosa simpática y ahora está mal visto. Es un paso importante que hemos dado. Eso es un poco lo que queremos contar con esta historia.
Y cuando se ha vivido normalizando la violencia, ¿existe una fórmula para contenerla o erradicarla sin ser estigmatizado?
Delibes ahí es brillante. El protagonista se llama Pacífico Pérez. Ya lo coloca en un sitio que no tiene que ver con su entorno. Lo dota de una sensibilidad excepcional, casi enfermiza (aunque lo que es enfermizo es la falta de ella). En ese entorno de falta de sensibilidad, empatía y amor por las pequeñas cosas hay un hombre, Pacífico Pérez, que se siente todo el tiempo fuera. Y si los demás son diestros, él es zurdo. Delibes nos coloca frente a él para que nos demos cuenta de lo que significa para alguien el estigma grupal: tú no eres como nosotros, estás fuera. Y se va cerrando cada vez más para no enfrentarse con algo que sabe que no puede. Y al final, lo que hace es recluirse. Tiene pánico a lo de fuera.
El público ya sabe, a los pocos minutos de comenzar la obra, que Pacífico Pérez está condenado a 20 años de reclusión por asesinato. Esta paradójica presentación del personaje, ¿ya es entonces una declaración de intenciones? ¿Un aviso a navegantes?
Delibes quiere que sea un thriller. En este caso la figura del abogado defensor es un psiquiatra [Miguel Hermoso], que quiere salvarlo porque no cree que este hombre haya podido hacer todo eso. Hay un juego con la verdad y con la mentira. Pacífico está lleno de contradicciones, también por la educación. El entorno social le está diciendo que por su comportamiento natural y su sensibilidad no le queda nada para vivir. Entonces construye un individuo para defenderse de eso, en lugar de construirse a sí mismo. Esto también lo sabe el público a la quinta página de la función.
Y luego está de fondo que todos queremos o no queremos salvar al hombre Pacífico. Y cuando decidimos que queremos salvarle, el hombre Pacífico tiene otras aristas. Y ahí nosotros hemos jugado esa historia a muerte. No queremos hacerlo plano desde el principio, vamos a ver por dónde se desliza. Para eso Delibes, que es más listo que la leche, lo mete en la cárcel. Siempre nos queda la duda.
Como hijo de las herencias que has recibido a través de la educación, ¿qué has tomado de tus abuelos y de tu padre para dibujar este personaje?
Uff (resopla). Esto me llegó como un regalo. Mi padre ahora está con una demencia senil brutal. Ya no sabe nada y tiene una serie de comportamientos que son eco de lo que ha sido siempre. Y estoy viendo toda la infancia de un muchacho, zurdo también, que estaba en contra de todo y que vivió toda su infancia en un pueblo sin ser comprendido por nadie, ni siquiera por sus padres (sobre todo por mi padre, más que por mi madre). Tuve la suerte de escaparme y dedicarme a este oficio, con lo que lo pude echar para afuera. Pero te puede aparecer un líder de Vox fácilmente. Yo me siento muy identificado con esta historia.
Te ha llevado a la infancia…
La infancia la tengo ahí metida. Toda. Veo a este Pacífico pasándola fatal cuando matan el cerdo. Yo me marchaba corriendo y mi padre detrás de mí llamándome maricón. Esas cosas las tengo, las he vivido. Y no creo que solo yo. Está muy bien saber el daño que se puede hacer con eso. Y no lo sabemos. Creemos que estamos educando a nuestro hijo en cosa recia, y podemos hacer un daño… Puedes convertir a tu propio hijo en un führer, en un bestia que no se para ante nada, y que es capaz de declarar la III Guerra Mundial por un poco de petróleo en Ucrania.
Las guerras de nuestros antepasados aborda el tema de las guerras que pasaron por encima de varias generaciones, pero precisamente también pone de manifiesto la relación de un hombre con su identidad y la imposibilidad de desarrollarse personalmente.
Es muy contradictorio. Porque a mí me gustan mucho también las costumbres, la herencia que viene de atrás, pero hay que filtrar. En general son sentencias. Luego vienen los detalles, y en los detalles está la vida. Pero hay que tener cuidado con hacer leyes de eso.
Has recomendado la pieza a los jóvenes porque pone de manifiesto la importancia de dejar a cada uno ser como es. ¿Habría que recomendarla también a algunos políticos?
A los políticos yo les recomendaría que vayan al teatro, a cualquiera que sea, y que dejasen de ver solo el suyo. Porque realmente es muy aburrido tener siempre el mismo texto. Entiendo que la situación ahora está como está. Y si hablamos de política, yo siento cierta repulsión a como son ahora los discursos y los textos, y cómo el enfrentamiento entre las masas está llevando a unos demenciales a un éxito político. Pero cuidado, eso puede hacer un daño irreparable, incluso para sus propios hijos, aunque ellos crean que estando en Nueva York se van a salvar.
¿Qué aporta el teatro para rebajar ese nivel de violencia al que asistimos diariamente en muchos otros ámbitos de la vida?
El aporte del teatro siempre es la poesía. La poesía de un texto que plantea el hombre ante sus contradicciones. Desde la caverna hasta los tiempos modernos siempre hemos estado igual, enfrentándonos a aquello que es incomprensible, incluida la muerte. Pero sobre todo la guerra, la destrucción, los cinco jinetes.
Luego, yo creo que los actores ahora nos podemos estar emborrachando del entorno. Noto que hay siempre en los personajes gestos de iracundia, de manos encrespadas, de puños cerrados. Y creo que estamos deshabitados de la paz. Creo que nosotros, aunque hagamos personajes de guerra, debemos afrontar la idea de paz como un objetivo universal. Y luego que pase lo que sea en el desarrollo.
Y para terminar, que todos tengamos conciencia de que esto es más que un mercado, esto es una vocación, debe de estar ayudado por esos cencerros de políticos que tenemos porque esto es necesario para la sociedad. Porque esto pone encima de la mesa lo que realmente es malo y lo que es bueno. Como dice la abuela Benetilde en la obra.
Curioso el papel de las mujeres en esta obra.
Son fundamentales las mujeres aunque no estén en escena. Son ellos los que hacen la guerra, y son ellos la política, los que conducen…; pero realmente la sociedad está construida en las mujeres, que ya saben que ellos van a ir a la guerra. Y aunque se tengan que poner el velo, siguen tomando las riendas de todo aquello. Cuidadín con la mujeres. Y aquí están muy bien tocadas también. La madre tiene que estar presente (además fue un empeño mío en la adaptación), y con la muerte de la madre se desvaneció toda la familia. Para mí eso es clave. En los pueblos pasa mucho lo de «eso fue antes de morir mi madre»; y la madre dice «se acabaron esos chistes», y ya no se hacen más chistes de mujeres.
¿Cómo ha sido introducir la figura del director argentino Claudio Tolcachir en este dream team escénico con nombres como Gómez Cornejo en Iluminación, Boromello en Escenografía y Pinillos en Vestuario? ¿Tolcachir argentiniza el hacer de los actores o los actores españolizan el método Tolcachir?
La guerra para todos es la misma y ellos saben también lo que es guerra y lo que es represión. Lo que pasa es que esta es una historia muy española, muy nuestra; se construye en base a una serie de valores que nosotros tenemos desde hace mucho tiempo, que unos están en debate y otros están ya aceptados, y también de un lenguaje que se está muriendo, de una tradición oral que ellos, sin embargo, tienen muy viva. Entonces, le hemos tenido que hacer entender eso. Poco a poco le iba viniendo la inspiración, a medida que le íbamos contando. A mí me preguntaba mucho sobre mi infancia, sobre mi pueblo… y yo le contaba anécdotas. Él ha ido viendo que el texto estaba escrito con bastante mala leche y que había que sacarle la profundidad que se merece.
Decía el Abue de Pacífico que “cada uno tenemos una guerra”. ¿Qué guerra tiene Carmelo Gómez?
Cualquier guerra que se empiece, se pierde. Yo soy guerrero; sé que soy guerrero porque me lo ha metido mi padre para el cuerpo, y he perdido muchísimas oportunidades por serlo, entre ellas la de amar. O sea, que cuidadito con esa mierda que solo sirve para que parezca que en ese momento todo el mundo te tiene que respetar, y luego no te respetan tampoco.
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