María Jáimez, protagoniza el primer texto de Jorge Usón que también dirige esta obra, que vuelve a Madrid en la Sala Mirador del 4 al 13 de octubre. Esta obra ha ganado un Premio Max como Mejor Autor Revelación este año. El espectáculo optaba a 4 candidaturas: mejor actriz, producción e iluminación.
Es la historia de una mujer que perdió un ojo en su primer encuentro amoroso. Por ello, jura vengarse y lanza un maleficio que repercute en nuestro presente, en otra joven llamada Lucía. Usón ha elaborado una tragicomedia sobre la imposibilidad de amar y perdonar en la que Jáimez interpreta un monólogo producido por la compañía aragonesa Nueve de Nueve Teatro.
El amor y la rabia libran en esta obra una batalla en la que las pérdidas, no solo físicas, tienen también un gran protagonismo. De todo ello ha hablado TeatroMadrid con el creador y la actriz que se pone en la piel de varios personajes en escena.
¿Quién es esta doncella del siglo XVI?
María Jáimez: Esta doncella se llama Conchita y es una chica de la burguesía, de la alta esfera, de la nobleza, una adolescente. Es presentada en sociedad y va a tener su primer encuentro amoroso en su jardín romántico.
Jorge Usón: Es alguien que tiene por delante una vida maravillosa y la desgracia de toparse con alguien que la deja tuerta. Ella se ve en el dilema de qué hacer ahora y, en un momento de la función, pregunta: si perdono esto, ¿en quién me convierto? Y decide el peor camino; convertirse en una demonia que lanza un maleficio, cuyos efectos vemos en una bailarina en la época actual.
Un monólogo, pero con dos mujeres, ¿cómo es esto?
M.J.: Para hacer el salto temporal y el cambio de personajes, nos valemos de cosas muy sencillas, como se hace en cualquier juego; el cambio del lenguaje y de vestuario, en este caso. Es un espacio vacío y el único objeto es una venda. Lo que hacemos es lanzar el juego y proponer y el espectador es quien lo completa. No hacemos otra cosa que no sea jugar, como cuando éramos pequeños.
¿Cuánta imaginación tendremos que usar el público?
J. U.: Nuestro empeño es que la gente no deje de imaginar porque la imaginación tiene límites absolutamente insospechados. Somos los primeros sorprendidos por cómo se ha ido hilvanando el espectáculo después de mucho tiempo de ensayos. Hay dos saltos generacionales muy importantes que se pueden ver en cine y teatro constantemente. Por así decirlo, invocamos a lo que la gente ha visto, ha leído y ha podido imaginar. De alguna manera, ese es el desafío. Desde luego, ha sido un trabajo que nos ha sorprendido a todos, ya que ninguna de las ideas preconcebidas se ha quedado al final. Lo hemos hecho a fuego lento y siendo lo más leales a lo que pedía cada cosa.
“Si yo no amo, nadie lo hará”. ¿Vamos a ver a este personaje como una madrastra en un cuento, por lo menos al principio?
M.J.: Sí, hemos jugado mucho con los cuentos de terror, con los personajes malos (de los que Jorge es gran fan) y hay algo que sobrevuela todo esto porque sí que es un cuento, una fábula al lanzar ella el maleficio y decir esa frase que se va a perpetuar por los siglos de los siglos.
Contadme un poco el proceso de iluminación (con Juan Gómez-Cornejo), la escenografía y vestuario (con Alejandro Andújar) y la música (con Mariano Marín y Torsten Weber).
J. U.: Ellos vinieron más o menos en la mitad del proceso y prestaron su ingenio, que es mucho, y se sumaron sin ningún afán de totalizar nada, totalmente a favor de la obra, de la historia. Cada uno aportó, además, su genialidad; Cornejo contribuyó a la atmósfera de manera fundamental, Alejandro nos prestó un espacio escénico único y un vestuario que, de alguna manera, completa todo, y Mariano Marín y Torsten Weber ofrecieron algo frío y siniestro, por un lado, y algo muy lírico, por otro, que nos vino muy bien para hacer convivir a la demonia barroca con la bailarina actual.
Ya que es una obra en la que tan importante es la palabra ver, ¿cómo veis ahora la obra cada uno; Jorge desde fuera dirigiendo y viendo el resultado final y María desde dentro con el personaje ya en tu cuerpo?
M.J.: Me pasa que veo La Tuerta como un espacio a explorar. Cuando entro al lienzo, yo sé la partitura que tengo que tocar, pero como es un juego con la imaginación que estimulas, pero no siempre te da una respuesta igual, es un espacio abierto a que puedan venir personajes o estímulos que me sorprendan. Por eso, siempre comentamos la función después como si hubiera alguien que ha estado haciendo algo que no nos esperábamos. No me identifico como que lo estoy haciendo yo. Es muy divertido y gozoso enfrentarme a ese lienzo.
J. U.: Como es María la que sale, la que tiene la responsabilidad y el trabajo es fundamentalmente de ella, sabe que el espectáculo es suyo. Y yo me siento como un invitado con derecho a voz y que sigue fascinado por la peripecia teatral. Este espectáculo no tiene un final expresivo ni artístico, pero creo que eso es lo más bonito. Sigo viéndola y emocionándome y, a la vez, la sigo observando con la distancia suficiente para ser fiel seguidor del cuento y de que se siga contando y se extienda. No creo que tenga una moraleja, pero sí deja un gusto al espectador para que le haga pensar y aportar las conclusiones que quiera. Y esto me parece que hay que mantenerlo intacto.
¿Seguirás haciendo más escritura y dirección?
J. U.: Sí, me encantaría. Sería fantástico. Lo que me tira para atrás es la producción porque hay una precariedad absoluta. El esfuerzo más agotador y lo que más insomnio nos ha dado es producir. Eso es un daño colateral que me gustaría minimizar en la próxima. Ojalá haya la posibilidad de que alguien confíe y podamos producir de otra manera.
¿Alguna vez habéis sentido que os ha mirado un tuerto?
M.J.: Sí, a veces cuando me va mal, primero pienso que estoy haciendo mal las cosas, pero después me he preguntado si hay algo, si tengo un mal de ojo o algo así. Lo he pensado en alguna situación por mi carácter supersticioso.
J. U.: Yo no. Y, de hecho, jugamos con eso en el espectáculo. Invitamos desde aquí a que la gente vaya al teatro a dejarse ver por La Tuerta, que no hace daño.
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