En esta oleada de teatro clásico que ha llegado a las programaciones de los escenarios de Madrid, imagino que el título de este artículo será una de las disyuntivas a las que se enfrenten las personas que quieren emprender este camino. Ser o no ser dramaturgo, esa es la cuestión.
¿Para qué sufragar una formación costosa y arriesgada con tan bajas expectativas de éxito? Supongo que aquí entra en juego la vocación, tan propia de este sector. Cualquier persona que revise los números sabe que es mucho más estable económicamente dedicarse a ser cajero de un supermercado que cualquier carrera artística.
¿Y cuál es el amparo que ofrecemos nosotros, apasionados de este arte y asalariados del sector? Los medios de comunicación, los programadores, incluso, las compañías emergentes… En nosotros también está la responsabilidad de hacer brillar ese talento.
Los derechos de autor de los clásicos son más rentables, no cabe duda. Tampoco creo que deban desaparecer de escena pero echando un vistazo a la cartelera es evidente que faltan historias nuevas, frescas, más allá de las ya planteadas años ha. La balanza observando dramaturgos vivos versus los que no, está muy desequilibrada. Y aún así, benditas versiones, como la de La Fortaleza de Lucía Carballal que vuelve este mes al Teatro de la Comedia tras arrasar en su primera puesta en escena. Quizá es necesario dar una vuelta a ese teatro de repertorio que ayude a deglutir su mensaje mejor. Quizá ver las historias con ojos frescos ayuda a no atragantar a las nuevas generaciones, esas a las que nos falta conquistar todavía.
Recuerdo con 8 años mi primera incursión en el teatro, fue con un Calderón de la Barca a través de mi colegio. No pasaron ni 10 minutos cuando mi mente ya estaba en otro sitio y por aquella época no había móvil que acaparase mis neuronas. No fue hasta la universidad, con teatro con el que sí me sentía identificada y hablaba mi mismo idioma, con el que me enamoré de este arte. Luego ya vinieron los clásicos, incluso con acento escocés, pero ese ya es otro tema. Con esto no digo que Calderón sea soporífero pero considero que hay que enfocar a los clásicos con mucho mimo para acercarlo a las nuevas generaciones. En este sentido, Álvaro Tato es otro dramaturgo joven que ha sabido acercar las historias de grandes autores no vivos de una forma diferente. Eso le ha valido el reciente Premio Teatro de Rojas a mejor autor por Burro, pero no solo, las obras de la compañía Ronlalá suelen convertirse en un desfile de públicos heterogéneos, apto para todas las edades y no solo para los acólitos.
Y más allá de adaptaciones, hay historias nuevas, diferentes por contar. Historias que todavía no se han escrito y que grandes autores de otras épocas como Shakespeare, Lorca o Buero Vallejo fueron imposibles de imaginar. Exploremos nuevos universos de los ya escritos. Ayudemos como actores a formar compañías donde los dramaturgos creen a su antojo, como hace la compañía La Calórica en sus montajes con humor y temas contemporáneos y a quien podremos disfrutar en el CDN con Le congrés ne marche pas. Contribuyemos equilibrando la programación e incluyendo a más autores vivos. Y, por la parte que me toca, impulsemos desde la parte editorial todo lo que nos sea posible.
Si queremos mantener activo este arte, hay que equilibrar más la situación actual del panorama teatral o será un suicidio arcaico al que estaremos abocados.
«Sabemos lo que somos; pero no lo que podemos ser». (acto 4, escena 5 de Hamlet).
Evolucionemos.