Ver Los Miserables en el Teatro Apolo es sumergirse en una corriente emocional que no afloja en ningún momento. Este montaje no se limita a revisitar un clásico: lo convierte en una experiencia que atraviesa el cuerpo, donde la música y la interpretación sostienen toda la potencia dramática sin fisuras.
La música funciona como una fuerza que te empuja hacia dentro de la historia. No acompaña: arrastra y construye cada emoción, cada conflicto, cada instante de drama y de esperanza.
La dirección consigue algo dificilísimo: que una obra enorme, llena de capas y movimiento, fluya con naturalidad dentro del espacio. No hay artificio ni exceso; todo parece inevitable, como si cada gesto y cada transición nacieran del propio pulso del espectáculo. Se nota un trabajo minucioso para que cada parte encaje de manera perfecta.
El elenco está entregado al máximo. Cada intérprete sostiene su voz y su recorrido emocional con una fuerza que te llega sin pedir permiso. Hay vulnerabilidad, rabia, humor, nobleza… y todo funciona como un engranaje afinado que mantiene el ritmo y la tensión de principio a fin.
Los Miserables no es solo una función: es una vivencia. Un montaje que respira verdad y deja huella. Sales del Apolo con la sensación de haber atravesado algo que se queda dentro, como si la obra siguiera vibrando en el pecho un buen rato después de salir a la calle.
Una propuesta imprescindible incluso para quienes ya conocen el musical. Aquí se redescubre. Aquí se vive.
