Jan Lauwers, al frente de la Needcompany, es una de las compañías que de una manera más audaz ha investigado formas nuevas de afrontar el hecho teatral.
Una de las preocupaciones de Lauwers es el de las diferentes presencias con que nos encontramos en el escenario cuando asistimos al teatro: ¿A quién vemos, a la persona? ¿Al actor? ¿Al personaje? ¿Los vemos los tres? ¿O quizás surge una nueva entidad? Un sublime error no es una excepción y plantea también la cuestión de la identidad, en el ámbito de la ficción pero también como hecho básico del ser humano. En este caso, las capas de identidad incluyen el propio Lawers, Gonzalo Cunill, hombre, actor, personaje y alter ego de Lawers… en un tipo de mise en abyme que lleva al espectador a acabar conformando una personalidad posible, la de alguien, quizás la de Lawers o la de Cunill o la de Gonzalo…
También es la historia de una amistad entre tres personas a quienes vemos el día del velatorio de uno de los tres. La muerte, por lo tanto, está presente durante toda la representación. Varias cosas del montaje apuntan a la fragilidad de la amistad. Tanto la escenografía como el juego con los espectadores parecen aludir a ello.
Un sublime error es un ejercicio apasionante que tiene un efecto conmovedor, entre otras cosas, por la presencia abrumadora de Gonzalo Cunill, que es una avalancha de virtudes dramáticas, sin necesidad de ningún artificio. Es el arte de ser y de estar en el escenario, de colocar cada palabra donde toca y de no querer quedar por encima del personaje, sino al lado.
Quizás querer averiguar quién somos es un error, pero es un error sublime cuando lo hacemos juntos en el teatro.